
Por Montserrat Ballesteros García, delegada de Pastoral de la Salud y Tercera Edad de la diócesis de Osma Soria
Las emergencias sociales son neutralizadas con prontitud y rapidez, porque la urgencia lo requiere: grandes incendios, terremotos, inundaciones, etc.; la sociedad entera se vuelca ante ellas. Pero, además de estas situaciones, hay otras cotidianas, que, aunque no adquieren el nivel de emergencia social, sí lo son de emergencia personal, porque la persona sufre por diversas causas.
Todos conocemos personas que han padecido y padecen enfermedades, incluso nosotros las podemos sufrir; vemos cómo la soledad y los miedos afloran desde nuestro interior en el silencio de nuestro corazón o en el del enfermo, apareciendo el aislamiento, el abandono y un largo etc. que inundan y atrapan el corazón. Esto es invisible para quien no lo sufre, pero para el paciente es una urgencia máxima que haya una mano amiga que, quizá en silencio, le diga: «Estoy contigo» y pueda así experimentar el beneficio de la escucha activa que todos necesitamos, porque como decía Polonio (personaje de Hamlet, de William Shakespeare): «Concede a todos los hombres tu oído, pero solo a unos pocos tu voz».
La emergencia cotidiana del dolor y la enfermedad
La sociedad actual no diferencia bien el dolor y el sufrimiento; pero el hombre de hoy enferma, sufre, tiene dolor y muere. Es esta una emergencia cotidiana o común, en la que no solo el paciente sufre, sino también sufren su familia, sus amigos y su entorno, como sucede en cualquier emergencia.
La enfermedad es la alteración de la salud. El dolor es «una experiencia sensorial y emocional desagradable, asociada a una lesión hística real o posible» (ASP 1979), o «es lo que cualquier persona dice que es y existe siempre que la persona que lo sufre dice que existe» (McCaffrey); este es dolor en general.
Existe otro dolor, el denominado dolor total, un concepto que describe el sufrimiento físico, emocional, social y espiritual que puede acompañar a una persona. Este concepto fue acuñado por la enfermera y trabajadora social Cicely Saunders, en 1964, fundadora del St Cristhopher’s Hospice, considerado la cuna del Movimiento Hospice moderno y de los Cuidados Paliativos. Aquí estamos en presencia del sufrimiento, entendido como un mecanismo producido por procesos emocionales asociados a la situación y el ambiente. La persona de hoy sufre, no solo por tener una enfermedad, sino por habitar este complejo mundo nuestro, que, incluso, puede inducirle la enfermedad.
En apariencia vivimos en una sociedad feliz, donde el sufrimiento y el dolor se hacen invisibles, porque se ocultan. Muchas son las razones de esta invisibilidad, unas veces la vergüenza de haber perdido la salud, frente a los amigos o la familia; otras, porque no se quiere perder la independencia y comienza una ocultación, que aumenta todavía más la ansiedad y la angustia.
Con Jesús, el enfermo recupera su dignidad
Cabría preguntarse si esto siempre ha sido así. Hipócrates consideraba que no debía tenerse trato con los enfermos incurables y terminales, por considerar que los dioses se podían ofender; y es que se veía la enfermedad como un castigo. De tal modo que nadie se podía acercar a ellos y vagabundeaban por las calles de Atenas y Roma, muriendo en ellas. También entre los judíos ocurría lo mismo: los enfermos vagabundeaban por las ciudades, los leprosos eran expulsados y marginados. Según las costumbres de la época, los enfermos eran herederos de los pecados de sus propios padres; nadie se acercaba a ellos, porque eran impuros ante la ley.
Cuando Jesucristo comienza su vida pública, hay un cambio de visión de esta realidad porque hace visible la invisibilidad de la enfermedad y del sufrimiento humano. Jesús se acerca a los pecadores y enfermos, comienza a mirar a los ojos a los enfermos, como hasta entonces nadie los había mirado: con ternura, amor, misericordia; acaricia sus llagas y venda sus heridas, pero no solo las que afloran en su cuerpo sino las que ocultan en sus almas.
Se acerca al paralítico de Betesda (Juan 5,1), que se había pasado treinta y ocho años esperando a que alguien se compadeciese de él y lo acercase a la piscina en el momento del movimiento de las aguas.
No menos conmovedora es la curación del paralítico de Cafarnaúm, no solo por su curación en la que Jesús comienza perdonando sus pecados y después le manda coger su camilla, sino por la osadía de los amigos de este hombre que abren un agujero en el techo e introducen al enfermo; muestran gran amor a su amigo y fe segura en que iba a ser curado (Mateo 9,1-8, Marcos 2,1-12 y Lucas 5,17-26).
Al ciego Bartimeo le sucedió lo mismo. Cansado de su pobreza, de su ceguera y de estar al borde del camino, clama al Señor, que pasa junto a él: «Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí»; la gente lo manda callar, y él grita más fuerte para ser escuchado por el único que lo podía salvar de su ceguera. Nadie, excepto él, puede imaginarse lo que sentiría al ser llamado a la presencia del Mesías, porque se despojó de sus capas, aquellas que habría adquirido a lo largo de su vida y se puso en pie con prontitud, e inmediatamente, a la pregunta que le hace Jesús: «¿Qué quieres que haga?», no dudó en responder: «Maestro, que vea» (Marcos 10,46-52).
Porque todo enfermo quiere ser sanado, no solo de su enfermedad, sino de lo que lo ha llevado a ella, y conlleva la misma. Quiere ser amado y ser liberado en ese amor que no es otro que el amor de Dios.
Estas son unas pequeñas muestras de cómo Jesucristo rompió las cadenas del sufrimiento y del dolor humano. Muchos más testimonios se narran en los evangelios y seguro que hizo aún más para librar de la enfermedad a todos los que se acercaron a él.
La Iglesia en las emergencias cotidianas
Cuando el Señor le dice a Pedro: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», en él y en la Iglesia recae todo el tesoro, que se compendia en Mateo 25,35 y que, para el mundo del dolor y el sufrimiento, se resume en: «Venid benditos de mi Padre porque estuve enfermo y me visitasteis».
Este tesoro se ha transmitido de generación en generación entre los creyentes. Desde los primeros siglos se inicia la preocupación del buen cuidado hacia quienes sufren una enfermedad o están a punto de morir. Fabiola, discípula de S. Jerónimo, construye el primer gran hospital de Roma; podríamos seguir con muchísimos ejemplos de grandes santos de la historia hasta llegar a nuestros días. La Iglesia sigue siendo las manos del Señor que acarician la enfermedad y el sufrimiento.
En un mundo tan complicado, como es este del siglo XXI, ¿dónde está sanando y curando las heridas, la Iglesia de hoy?: donde hay una emergencia cotidiana de dolor y sufrimiento.
En el diario devenir de los hospitales donde los capellanes son requeridos o se hacen los encontradizos, porque siempre hay quien les interpela y necesita de ese consuelo espiritual, tan necesario, solicitando, como Bartimeo, la luz para ver en su enfermedad o para que la vean sus familias y quitarse las horribles capas que no los dejan avanzar hacia la luz y la paz. Podrían ellos contar muchas experiencias, que enternecen el corazón y lo llenan de Dios.
Experiencias de luz y amor
Hace pocos días, en un hospital cualquiera, una voluntaria, que visita y da la comunión a los enfermos, es llamada a una habitación donde una anciana le susurra al oído: «Quiero confesarme, pero bien, porque quiero prepararme muy bien para irme, y porque quiero que mis hijos se salven». Y el sacerdote llega a las pocas horas y su corazón se llena de ternura por una anciana preocupada por su encuentro con el Señor, más que por su propia salud. Porque llegados a ese punto de nuestra vida, la salud es lo menos importante, pero sí lo es irse con las manos puras y no vacías; aunque esto, muchas veces, permanece inconsciente en el hombre causándole ansiedad y desasosiego; pero el consuelo de Dios y la sanación estaban ahí, en las manos del sacerdote y del equipo que lo acompaña.
Lo mismo que en la llamada de un enfermo paliativo, días más tarde, quien después de muchísimos años sin confesarse y con mucha inquietud ante su inminente partida, pide la santa unción y la confesión, se entabla una interrelación entre la capellanía y el enfermo, que se amplía a la familia, y, con gran naturalidad, el paciente le dice a su mujer: «Mañana, que venga el capellán, te confiesas y hablas con esta señora (la voluntaria), es importante para ti». Es un milagro, porque ambos hacía años que no se confesaban y querían comulgar para ser sanados de muchas heridas del pasado, que solo Dios puede sanar.
Esto no ha transcendido a ningún sitio, nada más que en el corazón de estas personas necesitadas de las caricias del amor de Dios. A través de los sacramentos, Dios se hizo presente en la urgencia cotidiana de los corazones rotos, dando visibilidad a lo invisible.
Atender a los invisibles
Las grandes unidades de paliativos, a semejanza a los hospice creados por la Sra. Saunders, donde el paciente no está limitado a su habitación, sino que tiene espacios para compartir con la familia o los amigos hasta el final de su vida, se encuentran en manos de congregaciones religiosas como los Hermanos de San Camilo, cuyo lema reza: «Más corazón en las manos». Hacen visible, lo invisible.
Hay otras muchas situaciones que son atendidas por la Iglesia, como los ancianos en situación de vulnerabilidad, que la Iglesia no deja a merced de la nada, sino que atiende con mucho amor y cuida con esmero por las Hermanitas de los Ancianos Desamparados o las Hijas de la Caridad, entre otras. De nuevo se hace visible la mano de Dios.
No se puede pasar de largo lo que hacen las Misioneras de la Caridad de la madre Teresa de Calcuta, que incluye todo lo anteriormente descrito, pero además en la marginalidad más absoluta, recogiendo de la calle hombres y mujeres, enfermos y moribundos, en las peores condiciones que nadie se pueda imaginar y les lavan las heridas, les dan un techo digno para morir y sonreír a la muerte, porque es recibida en paz.
Los enfermos paliativos, ancianos o de otra índole física, son más o menos fáciles, pero hay unos que no lo son tanto, y son los enfermos mentales. Es curioso que en una sociedad hipermedicada para la ansiedad y la depresión, sin embargo, sean los más arrinconados, ya que permanecen en la más absoluta invisibilidad, sobre todo cuando se vuelven incontrolados y han de ser institucionalizados. Es entonces donde la Iglesia da un paso al frente y abre casas, o apartamentos de vida compartida, en que los enfermos mentales forman una familia de amor, donde el enfermo se siente libre y seguro, con la dignidad que merece por ser persona. Así lo practican los Hermanos de San Juan de Dios y las Hermanas Hospitalarias, entre otros, que atienden a estos pacientes. Estos son otros invisibles, que solo Dios en la Iglesia hace visibles.
Todo lo expuesto con anterioridad es solo un botón de muestra de lo que hace la Iglesia, pues son muchas más las invisibilidades a las que atiende en el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, desde el silencio y el servicio.
Con lo escrito y con miles de acciones más, que llevarían páginas y páginas, Dios, que es amor, atiende las emergencias cotidianas, se hace visible a los invisibles y rechazados de este mundo y lo seguirá haciendo hasta el final de los tiempos, en las manos de su Iglesia.





