Encuentro inesperado con el dolor

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Miguel Ángel Cuevas
Miguel Ángel Cuevas

Por Miguel Ángel Cuevas

El dolor suele llegar sin previo aviso, transformando tu momento presente. A mí me sucedió a finales del mes de mayo.

Un buen amigo me animó a escribir sobre mi encuentro personal con el sufrimiento pues «somos muchos los que hemos rezado por ti durante todo este tiempo».

Viernes tarde, tras una semana agotadora de trabajo salimos en bici por el monte de El Pardo. En zona desconocida y resbaladiza la rueda delantera se hundió en un reguero y salí volando, cayendo de mala manera. Diez costillas rotas, perforación en pleura y pulmón, y sin poder mover hombro y brazo. En el suelo, con dificultad para respirar, desorientado, preguntaba repetidamente: «¿Me he caído?». Era como cuando de niño, jugando, te daban un pelotazo en el pecho y te quedabas sin aire, aunque luego se te pasaba; pero la asfixia esta vez no remitía. Mis amigos llamaron al 112. Vinieron del Sámur y algunos bomberos para evacuarme. Isabel, la enfermera, me preguntó: «¿Sabes qué día es hoy?». Respondí: «Sí, viernes 24, día de María Auxiliadora». Mis vecinos se quedaron asombrados con mi respuesta.

En la ambulancia, camino del hospital, sentí el calor de la mano de Isabel sosteniendo la mía con ternura. ¡Qué importante es sentirse acompañado en los momentos de dolor! “Rezaré por ti”, le dije; pero no tuve ocasión de ver su reacción. El fin de semana anterior había estado yo sirviendo en un retiro de Emaús y me sentía cargado de energía espiritual.

Desde que me atendieron en urgencias hasta ingresar en la UCI, preguntaba a todo el personal sanitario: «¿Cómo te llamas?», y agradecía todos los servicios recibidos. Me sentía muy reconfortado por todas las atenciones recibidas, como las que el caminante recibió del buen samaritano desconocido.

Comenzaron días de intenso sufrimiento. El neumotórax requería de un drenaje, y un tubo que atravesaba todo el pecho impedía que me moviera. La doctora me hizo caer en la gravedad del asunto: «Usted no sabe lo que le ha pasado, ¿verdad? Ha tenido mucha suerte, pero no cuente con coger un avión en los próximos meses». Me confirmaba que no podría ir a Londres a la final de la Champions (tenía entrada, vuelo y hotel reservados). Uno más de esos planes trastocados.

En la camilla y sin poder dormir, contemplando cada minuto que pasaba para el mediodía, que era el momento de la visita de mi esposa Paula. Ella había estado allí al pie del cañón cuando me ingresaron, lidiando con la preocupación, familiares y amigos, atendiendo a los niños en casa. Es increíble la esperanza que recibes al ver a un ser querido. ¡Somos testigos de esperanza! Nuestros vecinos, familiares, compañeros… todos necesitan ver en nosotros signos de esperanza.

Como esposos estos días «hemos adelantado la experiencia de la vejez», por los cuidados que Paula tuvo conmigo (aseos, comidas, medicinas, paseos, recados…) y yo por mis miserias, sintiéndome casi inválido, aceptando su ayuda incluso en lo más esencial. La pobreza de las manos vacías de Abelardo vivida en primera persona.

El sacerdote del hospital me trajo la comunión y me administró la unción de enfermos. Pensé: «¡Qué suerte, ya tengo otro sacramento más!». A petición de sus familiares, visitó también al enfermo de la camilla de al lado. A veces, sin querer, a través del dolor se hace apostolado. ¡Qué precioso es el apostolado de la salud en los hospitales!

Cuando me subieron a planta, el sacerdote también conversó con Íñigo, mi compañero de habitación, diagnosticado con metástasis que me decía: «[…] sé que en tres meses moriré o me quedaré en silla de ruedas para siempre. Si Cristo padeció por nosotros en la cruz, ¡cómo no voy a aceptar yo este sufrimiento!». Me impresionaban sus palabras. ¡Qué valor y qué sentido tan profundo daba a su dolor! Y eso que él mismo se definía como «católico poco practicante».

Tras el alta médica empezaba una etapa de intensa recuperación. Los dos primeros meses dormía en un sillón ubicado en el salón. Aprovechaba a rezar el rosario y a ofrecer mis dolencias por intenciones concretas en las muchas noches que no pude dormir. La madre de un buen amigo y un sacerdote que venía a casa a traerme la comunión, ambos me dijeron: «Que no se desperdicie tanto dolor; haz una lista de intenciones y ofrece todo». Parecía muy fácil eso de orar, y lo intentaba, pero en ocasiones no tenía fuerzas ni para eso. Esta conversación con una buena amiga me ayudó mucho a entender:

—B: […] Pues ánimo y a rezar. Tienes mucho que ofrecer. ¡Qué suerte!

—M: Si, aunque cuando estás con dolores varios te falta alegría y el ánimo, y la cabeza está más pendiente de otra cosa. En fin… procuro ofrecerlo.

—B: ¡Es que, si no, no sería cruz! A mí me ha costado entenderlo, pero la cruz (sobre todo si es física) implica que no puedes ni rezar… Con un pensamiento ya es mucho… pero Dios lo ve.

Vino a casa a traerme la comunión un amigo acompañado de su hermana, misionera de la caridad que pasaba esas fechas en España visitando a su familia. Le besé las manos en señal de agradecimiento y respeto. Ya ves, como si yo pudiera equipararme a uno de esos pobres entre los pobres a los que ella atiende diariamente en la India.

A lo largo de este proceso he adquirido una especial sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno. Al ver a alguien con muestras de dolor no puedo evitar recordar mi propia experiencia: «¿Estará acompañado? ¿Lo estará ofreciendo? ¿Entenderá el valor del sufrimiento?». Espontáneamente, surge en mí una oración por esa persona.

Ahora cuando paso por el hospital La Paz me viene a la cabeza la cantidad de gente que hay sufriendo. ¡Qué gran misterio es el sufrimiento! Se va de la misma forma que viene, sin avisar. Me ha quedado un profundo recuerdo de lo vivido, y algo de pena al experimentar mis límites, que me impidieron vivirlo todo aún con más intensidad, alegría y trascendencia. Únicamente las oraciones de los amigos y seres queridos y tener la esperanza puesta en el Señor y en su testimonio de Cruz me han permitido darle el sentido que merece todo esto. He tenido la ocasión de practicar el asombro del agradecimiento, he sentido muy cerca al Señor acompañándome en esta travesía, he experimentado que Él hace nuevas todas las cosas.

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