Por +Fr. Jesús Sanz Montes, OFM, arzobispo de Oviedo
Es una oración antigua y muy metida en el corazón de los cristianos. El rosario es una de las devociones de mayor arraigo en el pueblo santo de Dios. Es ingente el testimonio de los santos que han reconocido en esta plegaria un modo sencillo y evangélico de orar con María los misterios de la vida de Jesús.
En el tramo final de su larga y fecunda vida ministerial, el papa san Juan Pablo II nos regaló, como uno de sus testamentos espirituales, una preciosa carta apostólica dedicada íntegramente al santo rosario. Así dice al comienzo: «El rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo […] En efecto, con el trasfondo de las avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo. El rosario, en su conjunto, consta de misterios gozosos, dolorosos, gloriosos y luminosos, que nos ponen en comunión vital con Jesús a través —podríamos decir— del corazón de su Madre. Al mismo tiempo, nuestro corazón puede incluir, en estas decenas del rosario, todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas, o que llevamos más en el corazón. De este modo la sencilla plegaria del rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana»[i].
Son muchas y reiteradas las recomendaciones que la tradición cristiana ha hecho de esta oración. De este modo, se han tabulado hasta cuarenta y ocho papas en doscientas ochenta y siete encíclicas y otros documentos que alaban y proponen esta oración como genuinamente cristiana y con la que tantas generaciones de creyentes han expresado su fe católica y su piedad hacia la Madre de Dios. Apariciones como las de Lourdes y Fátima, entre otras, la han difundido de modo muy eficaz, donde María invita a rezar a los niños las cuentas del rosario. Así puede entenderse que san Pablo VI la llame compendio de todo el Evangelio[ii].
Devoción necesaria
Y, aunque también ha habido autores que han temido que la atención a María pudiese conllevar una distracción hacia la devoción hacia Cristo en un desplazamiento indeseado, bastaría la bronca advertencia de alguien que se caracterizó por su verdadera devoción a la Virgen María. Dice san Luis María Grignon de Montfort: «Si la devoción a la Virgen alejase de Jesucristo, sería preciso desecharla como una ilusión del demonio; pero tan no es así, que, por el contrario, según hemos demostrado ya, y volveremos a demostrar más adelante, esta devoción nos es necesaria para hallar a Jesús perfectamente, amarlo tiernamente y servirlo fielmente»[iii].
Tiene una larga y hermosa historia el rosario, que ha ido paulatinamente tomando la forma en la que ahora lo conocemos, como un verdadero «salterio mariano». Los primeros monjes benedictinos, cartujos y cistercienses, y finalmente los dominicos, hablaban de ese modo de rezar a la Virgen como si fueran también los salmos bíblicos con los que rezaba Israel, y reza también la Iglesia. Divididos en tres tramos de cincuenta avemarías, se iban desgranando las cuentas del rosario mientras se meditaban las diferentes escenas de la vida de Jesús, que se iban contando con una pequeña cuerda para no distraerse ni recitar menos oraciones, sino esas cincuenta.
El rezo del santo rosario tiene una calenda propia en nuestro almanaque de la piedad cristiana cada vez que llega el mes de octubre. Como si fuera un mes del año en el que se nos invitase a desgranar sus cuentas como el viento deshoja la foresta en el octubre apacible tras el periodo estival. Sí, las hojas de los días van cayendo como las de los árboles en cada época otoñal. Poco a poco van cambiando los paisajes revistiendo su entorno de color pastel, mientras se suavizan los incipientes tiritones con las primeras prendas de abrigo. En ese mes de magia y calma, los cristianos vivimos una advocación mariana llena de sabor en nuestra tradición espiritual recitando esta plegaria a María.
Un compendio de todo el Evangelio
Todos conocemos la sencilla estructura que tiene esta oración mariana: el padrenuestro, las avemarías, el gloria. Rezar el padrenuestro al comienzo de cada misterio es un modo de recordar la oración de Jesús, la plegaria cristiana por antonomasia, cuando llamando como hijos al Padre Dios y santificando su nombre, le pedimos que venga su reino, su sueño y proyecto de amor; que nos conceda buscar y hacer siempre su divina voluntad como en el cielo y en la tierra tantos seres la buscan y la hacen fielmente; que no deje de darnos el pan cotidiano y de suscitar en nosotros el perdón que nos hace parecernos a él; pidiendo al final que el maligno y su mal no nos ganen nunca la partida.
Pero lo mismo decimos a nuestra Madre cuando, con las palabras del arcángel Gabriel, nos dirigimos a ella con el saludo del «alégrate por estar llena de gracia», y porque estando el Señor contigo, a nosotros se nos allega. No olvidamos, en las diez avemarías de cada misterio, que somos pobres, pequeños y pecadores, y que necesitamos el ruego materno de santa María, la Madre de Dios, ahora y siempre, especialmente en el momento de nuestra muerte. Y, así, concluimos recitando la alabanza a la santa Trinidad, dando gloria al Padre amante, al Hijo amado, y al Espíritu amor.
San Juan Pablo II quiso explicitar más lo que ya había dicho san Pablo VI sobre que el rosario es un compendio de todo el Evangelio recordado con María[iv]. Por eso quiso completar las tres decenas de misterios que ya existían con una nueva dedicada a los luminosos: «Para que pueda decirse que el rosario es más plenamente “compendio del Evangelio”, es conveniente pues que, tras haber recordado la encarnación y la vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes de considerar los sufrimientos de la pasión (misterios de dolor) y el triunfo de la resurrección (misterios de gloria), la meditación se centre también en algunos momentos particularmente significativos de la vida pública (misterios de luz). Esta incorporación de nuevos misterios, sin prejuzgar ningún aspecto esencial de la estructura tradicional de esta oración, se orienta a hacerla vivir con renovado interés en la espiritualidad cristiana, como verdadera introducción a la profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de gloria»[v].
Rezar el rosario tiene esta entraña de vieja oración, con la que tantas generaciones cristianas, personas sencillas y buenas, han querido rezar la vida, esa vida que, como sucede con los distintos misterios que componen esta oración mariana, está tejida de gozo, de dolor, de luz y de gloria. Son también los colores de nuestra biografía humana y cristiana: en la alegría de nuestros gozos donde María pone sonrisa en las penas de nuestros llantos, en las pruebas de nuestros dolores donde descubrimos que la Madre tuvo también su corazón traspasado, en el resplandor de nuestra luminosidad que hace de contrapunto con la intercesión de la Señora cuando nosotros nos apagamos, y en la gloria de nuestra esperanza que se fundamenta en el triunfo resucitado de Cristo que coronó a su Madre en el cielo. Rezar el rosario es como rezar la vida, viviéndola bajo la intercesión dulce y discreta de quien el Señor nos dio como madre que acompaña nuestros lances y nuestros trances para orar desde la prueba y la esperanza.
Las cuentas del rosario
Son las cuentas que nos asoman a esa historia que tuvo comienzo en el «aquí» de la pequeña casa de Nazaret. Luego vendrán otras cuentas, pero todo tuvo allí su comienzo. Por eso, hemos de rezar el rosario por la cuenta que nos tiene, por las cuentas que nos vienen. Hay cuentas, sí. Tantas llevamos entre los dedos, que las van deslizando con el aire de los días que nos suceden a través de nuestros años y en medio de nuestras circunstancias. Hay cuentas porque hemos de contar lo que llevamos todos dentro. Contar aquello que cuenta, contar las cosas o incluso las personas con las que podemos contar. No es un trabalenguas esto, sino que tiene su aquel, porque en torno a las cuentas cada uno de nosotros se sitúa y se retrata en la vida, dependiendo de aquello que asumimos, aquello por lo que a diario soñamos, aquello que representa el latido de nuestra paz y esperanza o de nuestro miedo y desencanto. ¿Contamos el bien que nos hace y nos une, o contamos el mal que nos enfrenta y destruye?
Las cuentas del santo rosario son cuentas para vivir confiados bajo la mirada de María. Porque hay otro tipo de cuentas que son las que censuran y aplastan la esperanza que Dios ha querido poner en nuestras manos y en el hondón de nuestro corazón. Hay contadurías que calculan los modos y las maneras para el mal. Y ahí están las cuentas de los terroristas que calculan sus violencias, o los corruptos que calculan sus insolidarias fechorías, o los poderosos que calculan su permanencia en la prepotencia acolchada, o los frívolos que calculan la subvención de sus tonterías. Cuántas industrias del mal calculan los réditos del poder, del tener o del placer en sus mercaderías.
Las poltronas del abuso con todos sus nombres, los negocios que pasan por la droga, el tráfico de armas, la pornografía, y últimamente el negocio del aborto o la eutanasia, en donde se cobran, a precio de la vida de los más inocentes, el futuro truncado de quienes decidieron que no nacerían, o aplastan el pasado de ancianos y enfermos poniendo fin a sus días. Hay un largo etcétera en estas cuentas del mal, que tienen contables a sueldo para diseñar cuidadosamente la estrategia que les permita seguir en lo que están, caiga quien caiga, muera quien muera, pase lo que pase.
Escuela de oración
Sabemos que el rosario es una escuela de oración que nos permite mirar a esa primera y ejemplar cristiana que fue santa María. Ella significa, en nuestro camino humano y creyente, una manera muy concreta de ver y vivir las cosas. Porque a través de las cuentas del rosario, vamos desgranando los momentos del cada día que tienen todas esas cosas: gozos, dolores, luces y glorias. Todo un abanico de matices que ponen nombre a nuestras alegrías, llantos, claridades y a la esperanza última que nos convida.
Qué hermosas cuentas benditas que nos cuentan, como un rosario de gracias, todo lo mucho que le importamos a Dios y lo mucho que nos cuida María, mientras concluimos esta plegaria con la oración de súplica y alabanza que representan las letanías. Son las que recitaban los peregrinos que se allegaban al santuario italiano de Loreto ya en el siglo XVI (por eso se llaman «lauretanas») más algunas invocaciones más que se fueron añadiendo al hilo de circunstancias especiales o definiciones dogmáticas marianas (Inmaculada, Asunta al cielo, Reina de la paz, Madre de la Iglesia, Reina de la familia, etc.). De las cuarenta y tres invocaciones que se recitaban en 1572 se ha llegado a cincuenta y cuatro, que actualmente rezamos, con las tres nuevas invocaciones que ha añadido el papa Francisco: Madre de misericordia, Madre de la esperanza, Consuelo de los migrantes.
Rezar el rosario es una escuela de oración, que con María aprendemos para vivir cada momento, sabiéndonos acompañados por su materna cercanía que nos educa en el amor agradecido a Dios y en la caridad concreta a los hermanos.
[i] SAN JUAN PABLO II, Rosarium Virginis Mariae (2002) 2.
[ii] Cf. M. HAUKE, Introducción a la mariología (BAC. Madrid 2015) 298.
[iii] SAN LUIS MARÍA GRIGNON DE MONTFORT, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n.º 62 (Heraldos del Evangelio. Madrid 2019) 51.
[iv] Cf. SAN PABLO VI, Marialis cultus, (1974) 42.
[v] SAN JUAN PABLO II, Rosarium Virginis Mariae (2002) 19.







