Por Antonio Arévalo Sánchez, secretario provincial. OFM.
Con el otoño ya avanzado, cuando el año civil encarrila el último tramo de su ocaso, los católicos principiamos el año litúrgico con el tiempo de Adviento (del latín adventus, o sea: «venida»). Muchos creen que con ello se abre la puerta de las fiestas navideñas y, a rastra del concejal de festejos —con la inestimable astucia crematística del gran comercio—, empieza el zafarrancho. Esto es mezclar churras con merinas y cazar viento.
Adviento, el tiempo del Esperado
Uno, que gusta de los tiempos sagrados y sus misterios, se irritaba cuando era más joven; ahora sortea el oleaje y las mareas sociales aplicándose a lo esencial, reconociendo que vendrán días en que echaremos en falta, para más inri, incluso la nostalgia de pacifismo y filantropía que anega las ciudades y empalaga los espíritus por Navidad, cuando esta sea borrada o travestida del todo.
A lo que venía. Adviento es el tiempo propicio para reavivar la esperanza que durante siglos mantuvo en vigilia al pueblo elegido, alentado, guiado y amonestado por Isaías y los profetas. Esperanza en la promesa que Yavé hizo a los patriarcas: de la posesión de una tierra propia; del retorno de la cautividad a Sion, la tierra que mana leche y miel; del envío de un ungido o mesías que los librara de toda opresión e imperio y, restaurando el mítico linaje de David —profeta, sacerdote y rey— instaurase un reino eterno. Él es el esperado.
Para el discípulo de Cristo, hacer memoria de la esperanza del pueblo de la primera alianza reafirma la suya, alianza nueva y eterna, que no es celebrar sin más el nacimiento de Cristo —entiéndanme—, sino activar el anhelo del futuro prometido, según está escrito: «Pero nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2Pedro 3,13). Desde esta perfectiva —asunto que meridianamente presentan los himnos, antífonas, lecturas bíblicas, preces y otros textos eucológicos de Adviento hasta el día 16 de diciembre—, la celebración sacramental del nacimiento del Señor es la garantía de que Dios cumple la palabra dada y no defrauda la esperanza de sus fieles, ya que el principio de la renovación universal, de la salvación, es el Verbo encarnado: «Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: “Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz”. Para dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho, desde ahora y por siempre» (Isaías 9,5-6). Certeza que nos impele a levantar la cabeza impetrando de lo alto: «Rorate caeli desuper et nubes pluant iustum» [«Cielos, destilad desde lo alto la justicia, las nubes la derramen, se abra la tierra y brote la salvación, y con ella germine la justicia» Isaías 45,8)]. O todavía como mayor razón de los cristianos, mientras aguardamos su venida gloriosa —no su nacimiento de María Virgen, ya cumplido—, el grito: ¡Maranatha! ¡Ven, Señor Jesús! (Apocalipsis 22,20). Adviento, pues, tiene que ver con el futuro, con el final de este mundo pasajero y la recompensa prevista en las bienaventuranzas.
Fe, esperanza y caridad
De manera que todo el año cristiano y la vida de todo cristiano es un tiempo de esperanza, pues, según san Pablo: «En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor» (1Corintios 13,13). Por la fe hemos venido al conocimiento del eterno y su amor al mundo creado; por la esperanza nos mantenemos firmes, aguardando sin titubeos, el cumplimiento de las promesas; con el amor, derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos dio (cf. Romanos 5,5), guardamos el evangelio y cumplimos su mandato. Francisco de Asís, alter Christus, herido ya, aunque turbado sin saber de dónde soplaban los vientos tras perder las esperanzas en el dinero, los honores y la guerra, oraba humildemente ante el crucifijo de San Damián: «¡Oh, alto y glorioso Dios!, ilumina las tinieblas de mi corazón, y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento».
Entre el sí, pero todavía no —«En esperanza hemos sido salvados» (Romanos 8,24)—, el discípulo negocia con los talentos para multiplicarlos según el porcentaje que se le confió (cf. Mateo 25,14-30), en espera de ser llamado por el Altísimo a su presencia y escuchar el anhelado: «Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor» (25,21). La ley de este negocio está marcada por dos reglas de oro recogidas en el llamado sermón del llano, que este año leemos en el evangelio según san Lucas: «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten» (es decir: «amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian» (6,27-28.31) y «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (esto es: «No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros» (6,36-38).
En resumen, dice el papa Francisco en la bula de convocatoria del Jubileo de la esperanza: «La esperanza, junto con la fe y la caridad, forman el tríptico de las “virtudes teologales”, que expresan la esencia de la vida cristiana (cf. 1Corintios 13,13; 1Tesalonicenses 1,3). En su dinamismo inseparable, la esperanza es la que, por así decirlo, señala la orientación, indica la dirección y la finalidad de la existencia cristiana. Por eso el apóstol Pablo nos invita a “alegrarnos en la esperanza, a ser pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración” (Romanos 12,12). Sí, necesitamos que “sobreabunde la esperanza” (cf. Romanos 15,13) para testimoniar de manera creíble y atrayente la fe y el amor que llevamos en el corazón; para que la fe sea gozosa y la caridad entusiasta; para que cada uno sea capaz de dar, aunque sea una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito, sabiendo que, en el Espíritu de Jesús, esto puede convertirse en una semilla fecunda de esperanza para quien lo recibe» (Bula, 8).
Peregrinos de la esperanza
Siguiendo esta hebra, me agrada recordar que dos de las tres encíclicas que nos dejó el papa Benedicto XVI (2005-2013) tienen como objeto de reflexión la caridad (Deus caritas est, 25 de diciembre de 2005) y la esperanza (Spe salvi, 30 de noviembre de 2007); la tercera, como se sabe, centrada en la fe (Lumen fidei, 29 de junio de 2013) salió a la luz el Año de la fe, convocado por el papa Ratzinger, llevando la firma y el sello del ya papa Francisco, aunque con la siguiente precisión: «Estas consideraciones sobre la fe, en línea con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha declarado sobre esta virtud teologal, pretenden sumarse a lo que el papa Benedicto XVI ha escrito en las cartas encíclicas sobre la caridad y la esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones. El sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a “confirmar a sus hermanos” en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre» (n.° 7). Lo traigo a colación simplemente para subrayar la esencialidad de la aseveración de san Pablo: quedan estas tres. «San Agustín —concluye el papa en la bula convocatoria del jubileo— escribe al respecto: “Nadie, en efecto, vive en cualquier género de vida sin estas tres disposiciones del alma: las de creer, esperar, amar”» (Sermón 198, 2).
El 2025 que hemos estrenado es Año Santo ordinario para toda la Iglesia, como ocurre cada cuarto de siglo, pues el papa Francisco —siguiendo la tradición que arranca con su predecesor el papa Bonifacio VIII (1294-1303) al establecer el primer Jubileo el año 1300— así lo ha dispuesto. En este caso se cumplen, además, mil setecientos años de la celebración del Concilio de Nicea, el primer gran concilio ecuménico, que declaró la plena y única naturaleza divina de Cristo con el Padre y, por tanto, que la Virgen María es Madre de Dios. En la bula convocatoria, el papa Francisco propuso el lema y el sentido que deseaba imprimir al jubileo, partiendo de la expresión de Pablo en su carta a los Romanos: «Spes non confundit (“La esperanza no defrauda”) (5,5). Bajo el signo de la esperanza el apóstol Pablo infundía aliento a la comunidad cristiana de Roma. La esperanza también constituye el mensaje central del próximo jubileo» (Bula, 1).
¿Hay, pues, razones para la esperanza más allá de la fe de los cristianos y la permanente asistencia del Espíritu Santo, que «es quien irradia en los creyentes la luz de la esperanza»? Francisco, leyendo a Pablo, parte de esta certeza: nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Dios, de ahí que la esperanza cristiana ni engaña ni defrauda. Los sufrimientos y la tribulación que acompañan el anuncio de la salvación en escenarios hostiles pondrán a prueba el amor y la esperanza, fomentarán la paciencia, pero la fuerza que sostiene la evangelización brota de la cruz gloriosa y de la victoria de Cristo resucitado (cf. Bula, 4).
Antaño, sin duda, se vivieron tiempos más convulsos que los nuestros, pero nuestra tarea se refiere al presente y no al pasado. A redescubrir la esperanza en los signos de los tiempos nos invita el papa, citando el Concilio Vaticano II, cuando interpela: «Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas» (GS, 4).
Y cita algunos de ellos: el deseo y las exigencia de la paz universal, recuperar la alegría de vivir y la vida llena de entusiasmo abierta a la maternidad y paternidad responsable, signos tangibles de esperanza para cuantos viven en la tragedia, la inseguridad o la indigencia (presos, abolición de la pena de muerte, enfermos, jóvenes, exiliados, desplazados y refugiados, ancianos y pobres), la justa distribución de los bienes de la tierra y la condonación de la deuda a los países pobres o en desarrollo.
Dar razón de nuestra esperanza
«Pero ¿cuál es el fundamento de nuestra espera? Para comprenderlo es bueno que nos detengamos en las razones de nuestra esperanza (cf. 1Pedro 3,15)» (Bula, 18). No hay fundamento más excelente para un discípulo de Cristo que la vida del mundo futuro. Responde, pues, el papa con el símbolo: «Creo en la vida eterna»: así lo profesa nuestra fe y la esperanza cristiana encuentra en estas palabras una base fundamental. La esperanza, en efecto, «es la virtud teologal por la que aspiramos […] a la vida eterna como felicidad nuestra» (Catecismo de la Iglesia católica, n.º 1817). El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «Cuando […] faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas —es lo que hoy con frecuencia sucede—, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación» (GS, 21).
Nosotros, en cambio, en virtud de la esperanza en la que hemos sido salvados, mirando al tiempo que pasa, tenemos la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no se dirigen hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que se orientan al encuentro con el Señor de la gloria. Vivamos por tanto en la espera de su venida y en la esperanza de vivir para siempre en él. Es con este espíritu que hacemos nuestra la ardiente invocación de los primeros cristianos, con la que termina la Sagrada Escritura: «¡Ven, Señor Jesús!» (Bula, 19).
Volvemos al principio. El Año Santo de 2025, bajo el signo de la esperanza que no defrauda, nos sitúa en el clima del Adviento, en el estado del peregrino, en la espiritualidad del ejercitante, en la vigilia ardiente del noviazgo, incluso en el puesto del centinela y del criado que, ceñida la cintura y encendida la lámpara, «aguarda a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame» (Lucas 12,36). ¡No te duermas!