Víctor García Hoz (1911-1998) es una de las figuras más relevantes de la pedagogía española contemporánea. Burgalés al igual que Andrés Manjón, comenzó ejerciendo como maestro rural; después fue director de la Escuela Aneja a la Normal de Maestros de Madrid. En 1940, con su tesis titulada El concepto de lucha en la ascética española y la educación de la juventud, se convirtió en el primer doctor en Pedagogía de la universidad española.
En 1944 ocupó la cátedra de Pedagogía Experimental y Diferencial en la Universidad Complutense; posteriormente fue director del Instituto de Pedagogía del CSIC, y fundador de la Sociedad Española de Pedagogía y director de su revista Bordón. El 28 de octubre de 1980 ingresó en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, tras la lectura de su discurso de recepción titulado La Educación y sus máscaras. Entre el Pragmatismo y la Revolución. Es obligado asimismo reseñar sus aportaciones al método experimental acerca de los problemas educativos y la sistematización de los saberes pedagógicos.
La «educación personalizada»
Su personalidad y su obra pedagógica adquirieron singular resonancia al constituirse en principal impulsor en España de la «educación personalizada» a partir de los años sesenta.
El primer principio destacado por García Hoz es la idea de que cada estudiante es una persona digna, única, y posee diferentes ritmos, intereses y estilos de aprendizaje. En consecuencia, la enseñanza debe adaptarse a las características individuales de cada alumno para garantizar un aprendizaje efectivo y significativo. Defiende que el alumno debe ser el protagonista de su propio proceso de aprendizaje, y no mero receptor de información y estímulos, con el fin de adquirir habilidades de autorregulación y responsabilidad para afrontar los desafíos de la vida.
El profesor es guía y facilitador del aprendizaje; no solo transmite conocimientos sino que actúa como mentor brindando apoyo individualizado y retroalimentación constante. Desempeña un papel fundamental al orientar a los estudiantes en su proceso de crecimiento académico y personal. Ha de hacer que el educando quiera, y no simplemente querer que el educando haga; no sólo busca las buenas acciones ejecutadas, sino su repercusión positiva sobre la persona al ejecutarlas, su mejoramiento personal; que al aprender y actuar, el educando se haga una persona más valiosa, más digna de confianza, y que él mismo sea consciente de ello.
García Hoz destaca la importancia de fomentar la autonomía, la responsabilidad y el pensamiento crítico en los alumnos, habilidades esenciales para que se conviertan en ciudadanos honestos y competentes en el mundo actual, capaces de afrontar los desafíos y adaptarse a los rápidos cambios.
Educación centrada en la persona y en su dignidad
La dignidad está en la base de la educación personalizada: es el valor que se reconoce en la persona («alguien»), por ser única, insustituible, irrepetible. Nunca ha de ser reducida a un valor meramente utilitarista, como si fuera una cosa. Esta dignidad es, ante todo, intrínseca: la poseemos todos los seres humanos por el hecho de ser «alguien», personas, y no «algo». Pero también es preciso distinguir la dignidad moral o adquirida, que merecemos según sea nuestra conducta. Así, hay buenas y malas personas, más o menos dignas moralmente. El ser humano debe comportarse dignamente: su obrar ha de estar a la altura de su ser. La dignidad del educando marca una directriz de lo que debe ser la educación: no sólo la adquisición de conocimientos y habilidades, sino el enriquecimiento de su personalidad.
García Hoz destaca en la constitución del ser personal cuatro aspectos: singularidad, autonomía, apertura y unidad o integridad.
La singularidad caracteriza a la persona como alguien único, irrepetible y por tanto insustituible. Conlleva la intimidad y la creatividad hacia su plenitud.
La autonomía implica la libertad de elección, la responsabilidad y la iniciativa orientadas a una vida llena de sentido. Supone el conocimiento y aceptación de uno mismo, la búsqueda de la verdad y la orientación al bien y la belleza.
La apertura supone relación constitutiva (de dominio responsable) hacia el mundo, hacia las demás personas (dimensión social), y hacia el fundamento de la realidad, Dios. El ser humano «se personaliza», aprende a «ser con» y a «ser para», a través de la convivencia y del trabajo.
La unidad o integridad de vida: no solo se cultivan todas las dimensiones de la naturaleza humana (técnicas, intelectuales, estéticas, morales y trascendentes), sino que se concibe el proceso educativo como un todo en el que cada factor o elemento contribuye adecuada y eficazmente al fin de la educación. García Hoz escribe con clarividencia que «la educación corre el riesgo de convertirse en una suma de actividades y de aprendizajes inconexos e incompletos que, en lugar de integrar a la persona humana, la disgregan, oscureciendo el sentido de la vida y debilitando la capacidad de ordenación de esta en medio de una multitud de solicitaciones», y reitera las palabras de Maritain: «la obra entera de la educación debe tender a unificar y no a dispersar, debe esforzarse por fomentar la unidad interior».
La «obra bien hecha» y la alegría
«Solo actúa como persona el que es consciente de sus actos, el que tiene conocimiento de lo que se debe hacer, capacidad y voluntad personal para hacerlo», escribirá también García Hoz. Esta concepción pedagógica, aunque alimentada por fundamentos teóricos clásicos y por las aportaciones de todo buen quehacer educativo, toma la figura de un sistema abierto, cuyo principio ordenador es la «obra bien hecha»: Solo es educativa la actividad bien realizada y que busca e incrementa el bien. «Solo lo bien hecho educa».
El bien suscita alegría, y en este caso «la alegría es generada por el trabajo bien hecho». Si el educando «hace bien el bien», de manera consciente e intencionada, buscará terminar bien lo que hace y sentirá que se hace a sí mismo más competente y mejor persona. Hacer las cosas bien lleva a alcanzar con ellas mayor belleza y perfección.
Esto implica también enseñar a valorar lo que se ha realizado y gozarse con ello. La alegría es resultado y a la vez motor de un obrar orientado al bien. Se obtiene una gran satisfacción cuando se experimenta en uno mismo —al luchar contra los propios defectos y los problemas que surgen— la sensación de realizar bien las cosas, con conocimiento e intención decidida. Esta alegría impulsa a redoblar esfuerzos tanto por la unidad consigo mismo como por el goce de la verdad, el bien y la belleza que se alcanzan. A esto debe contribuir asimismo la evaluación educativa.
Una educación centrada de verdad en el desarrollo de la persona es un proceso tendente a que cada ser humano adquiera progresivamente la responsabilidad de su propia vida hasta llegar a ser más dueño de sí, más maduro. Pocos han contribuido tanto a ello como don Víctor García Hoz.