Dos individuos se encuentran fortuitamente a la entrada de un bar. Uno de ellos le dice al otro:
—Oye, tú.
A lo que el otro contesta rápidamente, de forma airada:
—Pues anda que tú.
Este viejo chiste describe, en cierto sentido, muchos ambientes de la sociedad actual. No hay más que leer o escuchar el clima político, las conversaciones cotidianas, etc., para darse cuenta de ello. A veces, tengo la impresión de que la cultura de la sospecha se ha instalado entre nosotros, el «piensa mal y acertarás» parece ser el lema principal de nuestra convivencia y anula otro mejor: «haz el bien y no mires a quien».
Pero me preocupa especialmente el ámbito educativo en el cual ha crecido ese clima tóxico de la desconfianza: los padres, profesores, administración, políticos, etc. sospechan y recelan unos de otros; los alumnos lo saben, y suelen usar a su favor ese clima haciéndose eco y multiplicando las críticas que, a su vez, sirven de justificante para sus propias limitaciones y debilidades.
La desconfianza tiene mucho que ver con los prejuicios; estos a su vez, con las ideologías que anteponen las ideas a la realidad, como hemos visto en artículos anteriores. Pero también existe una cierta inclinación, muy arraigada en el corazón humano y avivada en la sociedad actual que ha convertido la desconfianza en un elemento habitual que impide encuentros fecundos que permitan crecer y, de eso, es de lo que se trata en educación.
El reconocimiento y agradecimiento mutuo lo necesitamos todos los actores implicados en la educación. Oigo con demasiada frecuencia los reproches, las acusaciones de culpabilidad, las diferencias entre nosotros, en lugar de hablar de lo que nos une a todos los que compartimos la pasión por educar: el deseo de ayudar a crecer a los alumnos.
Pero, aunque este sea un problema general, lo más importante es recuperar y acrecentar la confianza en la relación personal, especialmente en la que debe existir entre el educador —ya sean padres o profesores— y los niños y jóvenes. La confianza se genera dándola, descubriendo el fondo de bondad que yace en toda persona y que le hacer ser única e irrepetible. Un fondo de bondad que tal vez está oculto, incluso para ella misma, debido a sus experiencias vitales, o que nadie ha sabido descubrirlas y hacerlas patentes.
Como dice el doctor Enric Benito: «Una mala persona es una persona mal informada de sí misma, y, si lo tratamos como buena persona, es posible que se llegue a comportar como tal».
Educar, a veces, es sanar, quitar miedos, sospechas y limitaciones tanto internas como externas. Y para ello, lo primero es saber escuchar, mostrar que nos importa su vida, su pasado, su presente y nos preocupa su futuro. Otras muchas veces, educar es simplemente ayudar a la persona a descubrir el tesoro que lleva dentro y que solo ella puede extraer y explotar. Como en el cuento de Dumbo, un pequeño elefante cuyas orejas enormes, motivo de risa para los demás, le convirtieron, gracias a la ayuda de un ratoncito educador, en un exitoso elefante volador.
Educar es transmitir confianza en uno mismo y tratar a la persona como lo que es, un ser que es bueno por el hecho de existir, que tiene su dignidad independientemente de cómo se comporte, de las condiciones de vida o del reconocimiento que el Estado haga de su dignidad, tal como recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Una de las condiciones profundas de la educación es amar al educando, hacerle ver el fondo bueno que tiene, confiar en él y en sus capacidades. Pero, así como amar a una persona es decirle: «Es bueno que existas», «Eres un bien para mí» y la escucha de ese mensaje mejora el obrar del ser amado, del mismo modo, para educar es necesario amar, es ser capaz de ver el bien que yace en el fondo del niño o joven y ayudarlo a que él descubra y logre germinar la semilla de verdad, belleza y bien que late en él. Educar es decirle al niño o joven: «Tú eres mejor de lo que crees y eres capaz de mucho más de lo que imaginas».
Cuando el alumno sabe qué se espera de él, cuando es llamado no solo para ser recriminado, sino para reconocerle su esfuerzo, sus logros se consiguen mucho más que cuando solo es objeto de reproche. No se entienda esto como un canto fácil a la ternura o al permisivismo. San Agustín decía que «el amigo mientras te corrige, ama. El enemigo mientras te adula, odia». El auténtico educador sabe que el amor, la comprensión y la confianza no excluyen la exigencia, sino que la reclaman.
A la persona, con su misterio insondable, solo le puede conocer aquel que la ama. Los demás pueden hacer, como es el caso de algunos profesionales, un análisis objetivo de sus obras, pero la persona no es solo un objeto, sino un sujeto: «El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve», decía Machado.
Rabindranath Tagore, en una poesía, titulada El juez, pone en boca de una supuesta madre las siguientes palabras:
Di de él, juez, lo que te plazca, pero yo conozco las faltas de mi niño.
Si lo amo, no es porque sea bueno, sino porque es mi hijo.
¿Qué sabes de la ternura que puede inspirar, tú que pretendes hacer exacto inventario de sus cualidades y sus defectos…?
Cuando lo hago llorar, mi corazón llora con él.
Solo yo puedo acusarlo y reñirlo, pues solo quien ama tiene derecho a castigar.
En el caso de los cristianos, tal como expone el reciente documento del Vaticano Dignitas infinita, tenemos un motivo más: sabemos que toda persona es un ser creado a imagen y semejanza de Dios, redimido y llamado a la eterna unión con Dios, tras la resurrección. Por ello tiene razón san Pablo VI al decir que «ninguna antropología iguala a la antropología de la Iglesia sobre la persona humana».
Quizá aquellos que intentan acabar de modo consciente o inconsciente con la cultura cristiana, están segando la hierba debajo de sus pies.