Por José Manuel Secades
En mitad de la Campaña de la Visitación —que va del 31 de mayo hasta el 7 de octubre— unas fiestas de la Virgen salen a nuestro encuentro para animar y dar nuevo impulso a nuestro verano: la Asunción de la Virgen y Santa María Reina en agosto, y Ntra. Sra. de la Merced, entre otras, en septiembre.
El 15 de agosto, la Iglesia celebra la fiesta mariana más grande del verano, la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos. Este misterio de la fe cristiana ha sido venerado y profesado por el pueblo fiel desde el siglo IV, aunque con diferentes nombres, y en 1950 el papa Pío XII lo proclamó como dogma de fe. La fiesta de la Asunción de la santísima Virgen María, tiene un doble objetivo: Recordarnos la salida de María de esta vida y la subida de su cuerpo al cielo.
Y es importante que María se halle en cuerpo y alma ya glorificada en el cielo porque es la anticipación de nuestra propia resurrección, dado que ella también es un ser humano como nosotros.
En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a María: ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría, el cielo, y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con él, sino dejarnos iluminar y guiar por su palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas. María, el Arca de la Nueva Alianza que está en el santuario del cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera casa, la comunión de alegría y de paz con Dios (cf. homilía de Benedicto XVI, 2010).
Estas fiestas, al igual que las de todos los santos, nos ayudan a levantar la mirada de esta vida material que nos envuelve y a recordarnos que estamos de paso hacia otra, invisible, que será nuestra morada definitiva.
El mundo paganizado de hoy necesita «testigos vivientes de lo eterno», como diría Pío XII, que, con su vida ejemplar, alegre, y limpia de egoísmo, anuncien que existe otra vida hacia la cual hay personas que pueden caminan con grave peligro de condenación eterna. Una vida en la que existen dos estados definitivos: el cielo y el infierno.
La Virgen, en Fátima, nos decía que «muchas almas se condenan porque no hay quien rece y se sacrifique por ellas». Y el papa Francisco nos recordaba también lo mismo, que «somos responsables de la salvación de todos los hombres y, por tanto, no podemos permanecer indiferentes o ajenos a la suerte de nuestros hermanos».
La Campaña de la Visitación nos ayuda a poner en práctica la petición de la Virgen en Fátima, y el deseo del papa, al proponernos sencillas formas de penitencia: olvido de sí (triunfando de la pereza, vanidad, inconstancia), escoger siempre lo peor o mejor dicho, dejar lo mejor para los demás, y no quejarse (del calor, la sed, el cansancio, las personas que nos rodean, etc.). A esto habría que añadir el rezo del santo rosario, y hacer alguna visita al Santísimo. En estos días de verano, se multiplican los desplazamientos en coche, y al circunvalar muchas poblaciones se ven destacando las torres de las iglesias, hacia las cuales podemos dirigir nuestro pensamiento para saludar al Señor que espera paciente en el sagrario. Santa María, reina y madre nuestra, ruega por nosotros… y por todos los hombres.