
Cuenta la leyenda que un rey árabe se encontró con la peste en medio del desierto. Extrañado de verla en aquel lugar, le preguntó a dónde se dirigía, a lo que respondió la peste que caminaba hacia Bagdad para segar con su guadaña cinco mil vidas. Un mes después volvieron a encontrarse. El rey, muy indignado, la acusó de mentirosa ya que había matado a cincuenta mil. La peste le respondió: «No te he mentido, yo solo quité la vida a cinco mil, el resto fue obra del miedo».
Un fantasma recorre el mundo occidental: el miedo. Todos los días, a través de la semilla que esparcen los medios de comunicación y las redes sociales, crece el miedo a la guerra, a un nuevo orden mundial, a la política, a una pandemia o al cambio climático. Como afirma un pensador contemporáneo: «El problema no es el miedo a la pandemia, sino la pandemia del miedo».
Apenas hemos sobrevivido a una crisis cuando ya nos anuncian la siguiente. En cierto sentido, nos hemos quedado sin futuro, ya no hay promesas de un mundo feliz, como nos prometieron las ideologías pasadas, sino fórmulas para sobrevivir, «ir tirando», o «surfear» la vida a toda velocidad, pero no para profundizar en ella.
A ese miedo ambiental se le unen las inseguridades y amenazas personales: paro, desgracias familiares, violencia, enfermedades, complejos, conflictos de convivencia, etc. El miedo, en todo caso, aunque no mate, sí que impide vivir y disfrutar de la vida, porque el ser humano anhela la felicidad y sufre si no la consigue.
Algunos caen en un pesimismo desesperado que provoca incluso patologías o planteamientos vitales negativos: «Absurdo es que nazcamos, absurdo es que muramos» (Sartre).
En el extremo opuesto, está el optimismo fatuo: se niegan las dificultades, peligros o amenazas y se usan técnicas psicológicas para crear una falsa realidad o ignorarla. También suele aparecer el narcisismo desmedido que solo pretende ver lo bueno de cada uno, ignorando las limitaciones, defectos o errores cometidos.
Una tercera opción consiste en hacer como si no existieran esas amenazas y disolver el presente en constantes diversiones o distracciones, olvidarse de la vida propia para consolarse con la vida de los otros a través del mundo audiovisual o las redes sociales. En cierto sentido, es un vivir anestesiado hasta que el aburrimiento o la angustia aparecen en el horizonte.
Por último, cabe buscar motivos para la esperanza, definida por la RAE como «el estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea».
Ahora bien, ¿qué es lo que desea el ser humano? La sabiduría de nuestra cultura clásica y cristiana nos dice sin dudar que la felicidad. La sociedad actual ha buscado un sucedáneo más fácil, pero a la vez más efímero: el dinero, la fama, el placer, etc. Todos tan efímeros como engañosos. Ya lo había advertido Nietzsche: «Así le dijo el hierro al imán: “A ti es a lo que más odio porque me atraes, pero no eres lo bastante fuerte para retenerme”».
Existen motivos para la esperanza, pero para ello lo primero es ser conscientes de la enfermedad, de la situación actual, y saber que tiene solución.
Tenemos una ventaja respecto de otros tiempos. Ya sabemos que han fracasado algunos motivos para la esperanza. Nos dijeron que la humanidad caminaba hacia un progreso indefinido de paz y felicidad. Pero no supieron prever ni la primera ni la segunda guerra mundial con sus millones de muertos.
Nos dijeron que las ideologías iban a crear paraísos en la tierra, pero los populismos y nacionalismos generaron infiernos con genocidios, campos de concentración, guerras, de las cuales actualmente existen cincuenta y seis, aunque solo las más cercanas nos parezcan reales.
Nos dijeron que había que confiar ciegamente en la razón, superados los tiempos oscuros de la fe, tras haber «matado a Dios». Pero la razón ha engendrado monstruos. La postmodernidad ha sustituido la razón por los sentimientos y emociones que se están mostrando tan peligrosos como la razón misma.
Hoy día, aún nos ofrecen motivos para la esperanza algunos líderes políticos y «celébritas», famosos aupados por la fama y las redes sociales, pero en una sociedad líquida, son tan efímeros e incongruentes que generan más sospecha que confianza.
A pesar de todo, existen motivos para la esperanza. El ser humano es un permanente creador de problemas, pero también es quien los soluciona. Basta con que algunos de ellos, algunas minorías creativas, decidan comprometerse, salir del miedo o de la pasividad y se comprometan sabiendo que otro mundo mejor es posible. Algunos emprendieron proyectos de gran envergadura. «Lo que ha salvado cada siglo han sido media docena de hombres que supieron ir contra corriente y, entre ellos están los santos» dijo Chesterton. Otros, legiones de santos y héroes anónimos que ayudan con su presencia a aliviar la pesadumbre del vivir, como dice uno de los personajes de Delibes. Alguien preguntó a Dios, qué pensaba hacer para mejorar el mundo y Dios le respondió: «Te he hecho a ti».
En resumen, para tener esperanza, hay que encontrar un motivo que genere ilusión en medio de las dificultades y nieblas de la vida. Ya lo apuntó Nietzsche: «Quien tiene un porqué siempre encuentra el cómo». También es muy sano intentar ser motivo de esperanza para los demás. No preguntarse tanto qué espera uno de la vida, sino qué espera la vida (los demás) de ti.
Todo lo expuesto hasta aquí puede servir, o no, para quitar miedos, mejorar el mundo y generar esperanza… Al fin y al cabo, «si cada chino barre su puerta, la calle estará limpia», pero la esperanza de verdad, para nosotros los cristianos, no es esto, sino una virtud sobrenatural, por la que «aguardamos confiadamente la bendición divina y la bienaventurada visión de Dios» (Catecismo de la Iglesia católica n.º 2090 y ss.).
La Iglesia, madre y maestra, experta en humanidad, ha puesto el dedo en la llaga del miedo que padece el mundo y nos ofrece por ello el Jubileo de la esperanza. En la bula de convocación del Jubileo, Spes non confundit (19), nos dice que la esperanza es «la virtud teologal por la que aspiramos a la vida eterna como felicidad nuestra».
Una esperanza sin fundamento es un engaño y, al final, una desesperación. La razón de nuestra esperanza no solo está en el futuro, la vida eterna, sino en el pasado, en nuestro origen. Desde antes de nacer, el Señor está presente en nuestras vidas (salmo 138) y con amor eterno nos amó (Jeremías 31.3). Por ello, podemos decir como san Juan XXIII: «Cualquier día es bueno para nacer, cualquier día es bueno para morir».