
El 14 de abril la Iglesia reconocía oficialmente que el arquitecto vivió heroicamente las virtudes humanas y cristianas
José Manuel Almuzara es arquitecto y gaudinólogo. Durante más de 30 años ha presidido la asociación civil que trabajó admirablemente y con gran tesón para dar a conocer la figura del genial arquitecto como hombre de fe,y que impulsó los inicios de la causa de su beatificación.
Estamos ante un experto y gran conocedor, a la vez que un auténtico devoto del arquitecto y del hombre de Dios, quien tras su declaración como Venerable puede ser declarado ya muy pronto beato por la Iglesia católica. Tal vez en 2026, año centenario de su muerte.
—José Manuel, ¿cómo se inició tu vinculación con Antonio Gaudí y su obra?
—Durante los años 70 estudiaba arquitectura en Barcelona y tuve la oportunidad de conocer a dos discípulos de Gaudí, Isidre Puig Boada y Lluis Bonet, directores de las obras de la Sagrada Familia en ese momento. Me hicieron descubrir que Gaudí no era solo un arquitecto genial, sino que además, podía hallarse en él a un hombre y a un cristiano ejemplar. En esos años, también, tuvo lugar el encuentro con el escultor japonés Etsuro Sotoo, que trabajaba en la Sagrada Familia y que, tras dos años de catequesis, se convirtió al catolicismo.
Creamos entonces una asociación porque veíamos que Gaudí atrae, impacta, convierte, como hombre que vivió en cristiano, para Dios y por Dios, preocupándose por los demás. Veíamos en él un camino, un ejemplo para los hombres y mujeres de a pie de cualquier lugar del mundo.
—Etsuro Sotoo y tú habéis escrito precisamente un libro estupendo, De la piedra al maestro. En él decís que Etsuro pensaba que tenía que contemplar a Gaudí para entenderle y trabajar en la Sagrada Familia, pero que después, conversando contigo y conociendo más la obra del arquitecto de Reus, se dio cuenta de que en realidad no se trata tanto de «mirar a Gaudí», como de «mirar a donde él miraba».
—Exactamente. Hay que mirar a donde miraba Gaudí. Y eso nos lleva a conocer a un hombre que se sentía un colaborador de la creación, que descubre en la naturaleza esa maravilla; que la protege, la cuida, la quiere y capta las leyes que están en ella, y las hace arquitectura. Por eso gusta a todo el mundo, independientemente de que seas católico, protestante, budista o ateo… Es algo maravilloso, una belleza que es para todos, como decía Benedicto XVI cuando consagró el templo de la Sagrada Familia: que la belleza es una necesidad para todos.
Yo mismo lo he vivido. Al entrar al interior de la Sagrada Familia, un amigo, un señor que no era creyente, me decía emocionado: «¡Pero si yo soy ateo!, ¿qué me está pasando…?». Ese mirar a donde miraba Gaudí es maravilloso. También me recuerda a Santiago Arellano, gran amigo nuestro, que solía decir aquello de «aprender a mirar para aprender a vivir». Con Gaudí se despierta nuestra capacidad de asombro, nos abre unas posibilidades maravillosas: arquitectura, decoración, música, etc.
—Y además de ser un magnífico arquitecto que te lleva a las raíces de la belleza, es capaz de hacernos asomar a lo Invisible a través de lo visible. Y en esa «invisibilidad» está una vida de fe que ha llevado a la Iglesia a declarar a Gaudí Venerable. Y de esto tú sabes bastante, por haber estado 32 años al frente de la Asociación pro-beatificación de Antoni Gaudí. Cuéntanos con más de detalle cómo surgió esta idea y lo que ha supuesto para ti.
—En la Semana santa de 1992 un sacerdote, Ignasi Segarra, nos habló a algunos amigos de cómo san Juan Pablo II insistía en que los santos también podíamos ser gente de la calle, en cualquier profesión, oficio y lugar; y como conocía bien la historia de Gaudí y la amistad entre Etsuro y yo, y la conversión de este, nos empujó a llevar a cabo esta tarea. Nos reunimos así cinco laicos y formamos una asociación para descubrir, profundizar y divulgar a todo el mundo -mediante boletines, folletos, libros, artículos, estampas y lo que fuera- la figura de ese hombre que, además de ser reconocido como un arquitecto extraordinario, tenía, además, «algo» dentro.
Han sido 32 años, verdaderamente un gran regalo del cielo, que además me han permitido conocer una infinidad de amigos de todo el mundo, en torno a la figura de este gran cristiano. Y me he sentido, como decía Robert Schumann, como instrumento imperfecto de la Providencia que hace cosas humanamente incomprensibles. Aunque parezca difícil, rezar a un arquitecto… (risas). Y gracias a Gaudí hemos tenido noticia de favores que nos han llegado de todo el mundo. Siempre estaré agradecido y feliz por haber tenido esta oportunidad.
—Y recientemente, en 2023, ha sido creada una asociación canónica que ha tomado vuestro relevo.
—Así es. El Cardenal Omella nos hizo ver que sería mejor que la parte actora de la causa fuese el arzobispado de Barcelona mediante una asociación canónica. En noviembre de ese mismo año una comisión de historiadores del Vaticano aprobó por unanimidad la positio, respaldando la fama de santidad. Y lo mismo ha ocurrido con una comisión formada por teólogos. El papa Francisco, en una oportunidad que tuve de hablar con él, me aseguró que, para él, Gaudí era un gran místico y que en cuanto le llegara la aprobación lo nombraría venerable. Y no es que se reconozca al autor de la Sagrada Familia y de otras grandes obras, sino que nos encontramos ante un hombre de fe, que nos puede ayudar en nuestro compromiso cristiano.
—Impregnando su actividad profesional, en una unidad de vida cristiana prodigiosa, y no al margen de ella, se vislumbra al hombre santo. Tú mismo eres arquitecto. ¿Es la arquitectura también un camino de santificación? ¿Se puede ver en Gaudí una vida de fe presente en todos los aspectos de su vida y, desde luego, en su profesión?
—Lo definió muy bien Benedicto XVI al decir que Gaudí no vivió una escisión entre su conciencia humana y su conciencia cristiana, sino que fue arquitecto y cristiano a la vez. Y esa es la gran maravilla que hoy muchos no entienden. Que uno tiene que ser lo que es, siempre. Más allá de las circunstancias. El nombre «Antonio», descubrí hace poco, significa precisamente «el que se enfrenta a las adversidades». Y esto le cuadra muy bien a Gaudí, ya que tuvo que enfrentarse a no pocas dificultades en su vida. Insistía en agradecer siempre. Los fracasos también sirven, decía. Las enfermedades, la muerte de su madre y de sus hermanos, hacerse cargo de una sobrina enferma y de su padre mayor… Las incomprensiones y las envidias. Fue un batallador… aunque reconocía que siempre le había costado vencer su mal genio, si bien, de hecho, reconocerlo ya es un acto de humildad…
Era exigente con los demás y consigo mismo. Pero una de las cosas que me han gustado más de él es cuando habla del trabajo. Dice que el trabajo es fruto de la colaboración y tiene que basarse en el amor. El arquitecto tiene que saber reconocer y aprovechar las cualidades de cada uno. No hay nadie inútil, decía. Y por eso a cada uno le encomendaba lo que sabía hacer. Cada uno tenemos unos dones que tenemos que perfeccionar. Es el don que Dios nos ha dado. No tenemos que criticarnos unos a los otros, sino que cada uno depure al máximo sus cualidades.
También era un hombre que se conmovía: llora cuando muere Berenguer, arquitecto colaborador suyo; como cualquier hombre, con sus tristezas y alegrías. Se esforzó siempre por cumplir la voluntad de Dios, cultivando sus virtudes. Recuerdo un coreano que en 1998 vino a Barcelona y vio la Sagrada Familia, que es un catecismo en piedra, y afirmó que halló «el hálito divino que contiene la obra de Gaudí», y esto le llevó descubrir a la existencia de Dios. Pero no solo la Sagrada Familia. Si contemplamos Bellesguard, la casa Milá, la casa Batlló, el parque Güell… siempre hay algo que nos lleva hacia lo alto, hacia María, hacia la Eucaristía… Su esfuerzo y su trabajo se dirigían a hacer las cosas bien.
—Sin embargo, al principio no era del todo así. Empezó su carrera en el ámbito de la burguesía y la alta sociedad de Barcelona, vivía como un dandi… Pero se produjo en él una transformación espiritual.
—Sí. Su vida fue un proceso. En 1883 entra a trabajar en la Sagrada Familia. Decía César Martinell que «Gaudí construyó la Sagrada Familia, pero la Sagrada Familia le construyó a él». Entre 1893 y 1894, gracias a su amigo el obispo Grau, en Astorga, tuvo una importante transformación. Y especialmente en 1911, muy enfermo con fiebres de Malta, fue a Puigcerdá, y allí, escuchando la poesía de San Juan de la Cruz, que le leía un religioso camilo que le atendía, meditaba en el proyecto de la fachada de la Pasión, que trasladó al dibujo después de seis meses de padecimientos.
Gaudí, dijo también Benedicto XVI, no predicaba con palabras sino a través de la arquitectura, del espacio y de las formas. Tenemos que aprender a mirar para aprender a vivir, como decía Santiago Arellano, y hemos de aprender a admirar esas piedras vivas. Contemplar, reflexionar y después pasar a la vida y la acción.
—Aunque de Gaudí se han dicho despropósitos sin fundamento alguno, lo que sí es evidente es que optó por una vida de austeridad creciente que llevó a vivir en auténtica pobreza, recluido en el estudio de la Sagrada Familia en sus últimos años y llegando incluso a pedir limosna…
—Así es, en sus últimos 12 años se concentra en exclusiva en la Sagrada Familia, todo su dinero lo entrega para la construcción, y se cuenta que en compañía de su colaborador Dalmases, por ejemplo, visitó a numerosas personas para pedirles dinero. Un rico caballero en concreto, le dio un cheque y le dijo: «Tenga. Y no me dé las gracias. Esto no tiene ninguna importancia para mí». Y entonces Gaudí rompió el talón, diciendo, «Pues no debe ser así. Si en las cosas no hay sacrificio, no sirven…». Afortunadamente el caballero no se lo tomó a mal y volvió con un cheque con un importe mayor. Para Gaudí sus trabajadores eran muy importantes. Y él vivía como un asceta, hasta el punto de que, al ser atropellado por un tranvía en junio de 1926, fue confundido con un mendigo. En su bolsillo, eso sí, encontraron un rosario, devoción a la que era muy asiduo.
—¿Qué consideras que nos dejado Gaudí como legado para nuestros días?
—La belleza, se ha escrito, es uno de los caminos que llevan a Dios. De hecho Benedicto XVI dijo al ver la Sagrada Familia que lo invisible de Dios se ha hecho visible. Es también, curiosamente, un pionero de la sostenibilidad, del cuidado del medio ambiente… Era un verdadero conocedor de la acústica, de la iluminación, recurría a los materiales de la zona en la que construía, respetando la naturaleza porque era la obra de Dios, en la que se sentía llamado a colaborar.
Gaudí es un artista genial, a la vez que un místico en medio de la ciudad, es un hombre contemplativo y activo, solitario y social a la vez, un asceta y un ciudadano, un hombre de fe católica arraigada, un creador nato que da vueltas a las cosas e innova, un hombre cercano a su familia, a sus amigos y colaboradores. Su vida personal está marcada por la sencillez y la humildad. Vivió de forma austera, dedicado al trabajo entendido como vocación y llamada de Dios, a la vez que tiene presentes las necesidades ajenas. Basta recordar las escuelitas provisionales que hizo para los trabajadores del templo y para los niños pobres del Poblet, o su colaboración en el hospital psiquiátrico de Sant Boi, donde construyó un parque Güell en miniatura con los enfermos. Era un hombre misericordioso. Como ha dicho el papa Francisco, la misericordia no es una palabra abstracta, sino que es un rostro para reconocer, contemplar y servir. Creo que este es el mejor legado de Gaudí: reconocer las cosas, contemplarlas y servir a las personas. Porque la belleza es la gran necesidad del hombre, de todos los hombres.






