
Por Rogelio Cabado, músico, profesor y padre de familia
Cuando hablamos de «belleza», necesariamente nos remitimos al mundo clásico, a la cultura de la humanidad, heredera de un pasado rico y fecundo. Platón recuerda que «Lo bello es el esplendor de la verdad». Una forma bonita de decir que somos espejo de lo que está por encima y nos supera. Nuestro querido Aristóteles escribe que «La belleza está ligada a la proporción, al orden y la magnitud». Como reflexivo y observador veía en la común impresión de lo que intuye el corazón, la perfección de las cosas. Avanzando en el camino de la historia, el mismo san Agustín está convencido de que «La belleza es la armonía de las partes con el todo», entendiendo por armonía esa vibración agradable a los sentidos, que nos complace y permite disfrutar lo contemplado y nos satisface. Nuestros clásicos veían la belleza como respuesta de algo que anhela el corazón humano. ¿y cuáles son esos parámetros de referencia?:
Simetría y proporción. Recuerden el número áureo de Euclides o el Hombre de Vitruvio de Da Vinci. Armonía. Pitágoras nos muestra la belleza de la matemática y la música. Tengo amigos que están entusiasmados con la precisión de las matemáticas y no pueden prescindir de la belleza de la música. Otro parámetro importante, la unidad en la diversidad. Ya lo decía el mismo Hegel: «Lo bello artístico es superior a lo bello natural», pero no hay duda de que la belleza artística tiene un maestro, la naturaleza. Y dos parámetros más, diría yo: la luz y el color. Recuerden las teorías de Goethe, sus conceptos sobre los colores y el simbolismo del arte pictórico, sea Rembrandt o Caravaggio.
El arte ha sido siempre para los artistas una expresión de vivencia interior. Cuanto más elevada esa vivencia, mejor expresaba lo leído en la contemplación de cuanto percibían. El arte clásico ha sido una mímesis, una imitación de la naturaleza, recordemos el mundo grecolatino. La música de Mozart, según nos señala Kierkegaard es la «belleza que conmueve el alma», que mueve el alma, que nos levanta y pone en movimiento, que no nos deja impasibles y fríos. Así es la buena música, la que nos llena, anima y conmueve. Si entrásemos en el mundo de la arquitectura, cómo no conmovernos contemplando obras de Imhotep en Egipto o Santiago Calatrava o del mismo Gaudí quien nos recuerda que «La belleza es la unidad entre función y forma». Para él, la belleza no era solo un aspecto decorativo sino el surgimiento de la coherencia entre lo práctico y lo estético, inspirado en la naturaleza, que él consideraba «el gran libro de la arquitectura». Si nos vamos a la literatura, nos invita a adentrarnos en la espesura de la belleza por su función salvadora y ordenadora de nuestras acciones. La belleza nos pone en nuestro sitio y el feísmo nos aleja de aquello para lo que hemos sido creados. Quizás oteando los opuestos, podremos interpretar mejor la belleza.
El feísmo es polo opuesto a la belleza. El feísmo es desproporción, caos, incluso provocación, es lo tosco, grotesco, lo descuidado. Ahí se desafían los cánones de la belleza… El arte dadaísta o la arquitectura brutalista, son un referente que nos permite descubrir que eso no nos satisface, no termina de llenar lo que hambreamos. Cuando observamos lo feo en Goya, como denuncia, quizás vemos en ello la belleza de las formas y la estructura, pero nos invita a la repulsa e incluso al desprecio. Medimos lo que observamos en función de lo que vivimos y del motor de nuestros pensamientos. Qué importante es que eduquemos a las nuevas generaciones inclinándolas hacia el bien, la verdad, y la trascendencia. En estos tres pilares se fundamentaría una buena escuela de la belleza. Así, enseñando a contemplar, hacemos una sociedad más estable, pacífica, inconformista y avanzada. Eso sí es verdadero progresismo. Cualquier otra opción que quieran enseñarnos desde otra óptica, a espaldas del corazón humano, haría un daño casi irreparable a generaciones de jóvenes, ocultarían su felicidad, aquella que les llenaría el corazón.
Decía santo Tomás de Aquino «Pulchra sunt quae visa placent» (lo bello es lo que agrada al ser contemplado). No existe una belleza mayor que aquella que nos plenifica corazón, mente y voluntad, dándole su máximo sentido. Las personas que he visto más felices a lo largo de mi vida han sido aquellas que estaban locamente enamoradas de Dios en la persona de Jesús de Nazaret, quizás porque Jesucristo es la «Belleza Absoluta». Afirmaba santa Teresa: «De ver a Cristo, me quedó impresa su grandísima hermosura», y en otra cita «La belleza de Cristo es tan grande que, una vez vista, ya nada en este mundo puede satisfacer el corazón». Cristo en la cruz es la máxima expresión del horror, pero también de la belleza. Vaya paradoja.
¿Recuerdan a san Agustín?, «Tarde te amé, oh belleza siempre antigua y siempre nueva. Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, y yo fuera». Y una mujer formidable, carmelita descalza, santa Isabel de la Trinidad: «La belleza de Dios es un abismo de amor; cuanto más la contemplo, más deseo perderme en Él». El mismo Dante Alighieri en la Divina comedia nos invita a la máxima belleza: «La belleza de Cristo es el esplendor que mueve al sol y a las demás estrellas» y san Gregorio de Nisa: «La belleza de Dios no es como la de este mundo; es luz que atrae y transforma el alma».
La belleza de Dios es tan deslumbrante que, al contemplarla, el alma olvida las demás bellezas. Es más, lleva a un intenso amor y mueve el corazón y la vida entera de alguien a dejarlo todo y seguirla. ¿Recuerdan el tesoro escondido en el campo?, va uno, vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.
Cuánto tenemos que agradecer a aquellos que nos han enseñado a contemplar la belleza de las cosas, de la naturaleza, la creación… Con ese filtro sabremos interpretar la vida. Un papel en el suelo, una habitación desordenada, una mesa sucia, hieren nuestra sensibilidad. La belleza nos permite hacer una obra buena…, entregarnos… La belleza nos educa y enseña a ser mejores, mejores personas, mejores amigos y ciudadanos. Es el mejor camino para hacer santos. No está mal el intento. En la frase de Jesús: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto», muy bien podríamos sustituir «perfecto» por «bello». Piénsenlo, cobraría pleno sentido nuestra estética de la vida. Seamos maestros de belleza y cambiará nuestro mundo.