El venerable Fulton Sheen (1895-1979) fue obispo auxiliar de Nueva York. Prolífico autor (editó más de noventa libros y cientos de artículos), desde 1926 intervino en programas radiofónicos semanales, y a partir de 1940 sus intervenciones televisivas eran seguidas por todo Estados Unidos. En el otoño de 1951 comenzó su famosa serie de televisión La vida es digna de ser vivida. Fue un gran éxito, llegando a alcanzar unos 30 millones de espectadores cada semana, lo que la convertiría en la serie religiosa más vista en la historia de la televisión.

En respuesta a sus emisiones de radio, monseñor Sheen recibió un flujo constante de cartas. En 1937, escribió en una carta al rector de la The Catholic University of America, monseñor Joseph Corrigan: «Durante el año pasado, las cartas que exigían atención personal ascendieron a entre 75 y 100 por día». Muchas de esas cartas procedían de personas con grandes inquietudes religiosas, por lo que no puede extrañarnos el gran número de convertidos gracias a él. Por ejemplo, en la vigilia pascual de 1947 recibió en la Iglesia a 43 conversos, entre ellos un ministro bautista, algunos ateos y una joven israelita.
Pero detengámonos en el proceso de conversión de una destacada activista política, miembro del partido comunista clandestino en Estados Unidos: Isabella Dodd (1904-1969).
Isabella había nacido en Italia, y emigró de pequeña con sus padres a Estados Unidos. Se graduó en Leyes en la Universidad de Nueva York, en una época en la que ya se reconocía como militantemente agnóstica. En 1932 era ya una de las más activas dirigentes del Partido Comunista, y acabó formando parte de su comité de dirección.

No obstante, en 1949, fue expulsada del partido. El partido alegó que, en su labor como abogada, había defendido en un pleito a un propietario frente a un inquilino, contraviniendo las normas de la organización contra la propiedad privada. En realidad, era víctima de una de las clásicas purgas internas de los partidos comunistas, en pleno auge del estalinismo. La noticia de su expulsión, dada su notoriedad, salió en todos los periódicos.
Desencantada al comprobar en carne propia la falsedad del comunismo como mero aparato de poder, siguió una evolución filosófica que le llevó a rechazar el materialismo dialéctico. Así llegó a describir el comunismo como «un extraño culto secreto cuyo objetivo es la destrucción de la civilización occidental (es decir, cristiana). Millones de idealistas ingenuos (inocentes) son engañados por sus palabras de ayudar a los pobres, pero solo se preocupan por el poder».
Se inició así un proceso de búsqueda de la verdad, que plasmó años después en su libro Escuela de oscuridad, auténtica y sincera autobiografía. Ahí narra cómo en 1950 se encontraba en el despacho de un viejo amigo, Christopher McGrath, representante del Congreso. Fue un momento de confidencias. Pero sigamos la narración de Isabella: «Me preguntó: ¿Te gustaría ver a un sacerdote? Sorprendida por la pregunta, me asombró la intensidad con la que le respondí: Sí, me gustaría. Me dijo: Tal vez podamos comunicarnos con monseñor Sheen en la Universidad Católica. Hizo varias llamadas y me concertaron una cita esa misma tarde en la casa de monseñor.
»Me quedé en silencio mientras nos dirigíamos a Chevy Chase. Todas las patrañas contra la Iglesia católica que había oído y tolerado, que incluso con mi silencio había aprobado, amenazaban la pequeña llama del anhelo de fe que había en mí. Pensé en muchas cosas en ese viaje, en la palabra «fascista», utilizada una y otra vez por la prensa comunista para describir el papel de la Iglesia en la guerra civil española. También pensé en la palabra «Inquisición» tan hábilmente utilizada en todas las ocasiones. Se me ocurrieron otros términos: reaccionario, totalitario, dogmático, anticuado. Durante años se habían utilizado para generar miedo y odio en personas como yo.
»¿Con qué derecho, pensé, estaba buscando la ayuda de alguien a quien había ayudado a denigrar, aunque solo fuera con mi silencio? ¿Cómo me atrevía a acudir a un representante de esa jerarquía?
»El chirrido de los frenos me devolvió a la realidad. Habíamos llegado y mi amigo me estaba deseando suerte cuando salí del auto. Llamé al timbre y me hicieron pasar a una pequeña habitación. Mientras esperaba, la lucha dentro de mí comenzó de nuevo. Si hubiera habido una salida fácil, habría salido corriendo, pero en medio de mi confusión, monseñor Fulton Sheen entró en la habitación con su cruz de plata reluciente y una cálida sonrisa en los ojos.
»Extendió la mano mientras cruzaba la habitación. Me alegro de que haya venido, dijo. Su voz y sus ojos tenían una acogida que no esperaba y que me pilló desprevenida. Empecé a agradecerle por dejarme venir, pero me di cuenta de que las palabras que pronuncié no tenían sentido. Empecé a llorar y escuché mi propia voz repitiendo una y otra vez y con agonía: Dicen que estoy en contra de los negros. Esa acusación en la resolución del partido me había hecho sufrir más que todos los demás vilipendios y yo, que durante años había sido considerada como una comunista dura, lloré cuando sentí el aguijón de nuevo.
»Monseñor Sheen puso su mano sobre mi hombro para consolarme. «No te preocupes —dijo— Esto pasará». Y me condujo suavemente a una pequeña capilla. Ambos nos arrodillamos ante una estatua de nuestra Señora. No recuerdo haber orado, pero sí recuerdo que la batalla dentro de mí cesó, mis lágrimas se secaron y fui consciente de la quietud y la paz.
»Cuando salimos de la capilla, monseñor Sheen me dio un rosario. «Iré a Nueva York el próximo invierno —dijo—. Ven a verme y te instruiré en la fe».
Cuando dejé a monseñor Sheen me invadió una sensación de paz y también una emoción interior que me acompañó durante muchos días. Volé de regreso a Nueva York esa noche, una hermosa noche de luna. El avión voló sobre un manto de nubes, y sobre mí estaban las estrellas brillantes. Tenía la mano en el bolsillo de mi abrigo de lana azul y estaba cerrada sobre un collar de cuentas con una cruz al final. Todo el camino a Nueva York me aferré fuertemente al rosario que monseñor Sheen me había dado».
Dos años después, el 7 de abril de 1952 fue bautizada por el obispo Sheen en el baptisterio de la Catedral de San Patricio.







