Fortaleza en la tormenta

Educar en la esperanza a través del arte

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Fortaleza en la tormenta
Fortaleza en la tormenta

Por José Alfredo Elía Marcos, profesor de instituto

Detén por un momento tu viaje marinero. Echa el ancla por un instante y contempla estas dos escenas. Una confrontación entre la lucha y la rendición.

A la izquierda, una mancha en la pared que firma un anónimo, Banksy. Un misterioso ejecutante, conocido por llenar las calles con dibujos de ratas, monos y otras figuras lúgubremente sugerentes. Calcomanías impresas en las tapias con una plantilla de plástico y un spray de pintura. Su acción apenas le lleva cinco minutos perpetrarlo. Necesita de esa celeridad para poder volver a ocultarse en la sombra y deleitarse, de incógnito, del impacto de su borrón sobre las gentes. Solamente dos colores: negro muerte y rojo sangre. Su título Butterfly girl (Niña mariposa) pretende cínicamente dulcificar el drama que muestra: Una obra que se autodestruye. ¿Acaso esto no es un alegato al suicidio? ¿Una proclama a rendir la vida porque esta se nos muestra difícil? ¿Una falsa ilusión que pretende hacernos creer que al suprimirla, surgirá un «lindo» vuelo de mariposas rojas?

La niña está sola. Y quizás esta sea la causa. Poco a poco se fue apartando de los demás, hasta quedarse aislada frente a ese muro gris que se deshace lentamente por la humedad. Una niña que dejó que la oscuridad fuera inundando poco a poco su cabeza, para que una mano, la suya, ejecutara finalmente la devastación. Una girl que consintió para que el enemigo le arrebatara su máximo trofeo: su cuerpo y su alma.

Lamentablemente hoy existen muchas personas solitarias. Personas que navegan a la deriva en un mundo postmoderno líquido que les niega el sentido trascendente de la existencia. Personas que, incapaces de encontrar la belleza, la bondad, la verdad y el amor, no tienen fuerzas para luchar y sucumben.

Surcando las antípodas se encuentra este magnífico «Barco en la tormenta», pintado magistralmente por el ucraniano Alexander Shenderov, fruto de una profunda reflexión y un delicado trabajo que le ocupó varios días.

En él asistimos a la epopeya de la vida, donde contemplamos a un capitán conduciendo con firmeza el timón, con la vista fija en el puerto de destino. Participamos del esfuerzo de esos hombres que luchan con fiereza por sujetar los amarres que sostienen las velas. Al fondo distinguimos, entre las brumas, una figura humana que defiende con su vida la lámpara de la esperanza.

El barco se inclina peligrosamente a un lado. Una ola inunda la cubierta. Otra, más grande aún, prepara al fondo su descarga. Viento y mar se han conjurado esta noche para abatir a la nave. Quieren verla precipitarse a la oscuridad del abismo. En lontananza distinguimos otro barco viviendo la misma aventura.

La humedad entra a raudales por la cubierta. Todo lo empapa. Todo lo inunda. Todo lo destruye con su fuerza devastadora. Por eso es necesario achicar el agua que entra a raudales. No se puede permitir que la mar destruya la nave desde dentro. Es necesario expulsar del alma esa sociedad líquida que pretende disolverlo todo.

Mientras tanto, en el ruido ensordecedor del temporal, un personaje central, eleva la mirada a lo alto. Está rezando, y en su oración implora al Creador que la tormenta cese pronto.

Es entonces cuando observamos, atravesando en diagonal el lienzo, el mástil del barco. Una enorme cruz de madera enviada por el Cielo como respuesta a la plegaria de los seis hombres. Puede parecer un material pobre, como el barro con el que nació Adán, pero es la materia prima con la que Noé construyó su Arca, Abraham realizó su sacrificio en el Altar y Moisés empleó como báculo para guiar al pueblo de Israel por el desierto. Madera es la materia con la que Dios construyó la cuna donde nació niño y la cruz donde descansó su cuerpo antes de la resurrección.

Bendita madera con que está construida nuestra vida. A veces añoramos una existencia más regalada, fabricada de un acero pulido supuestamente más brillante. Pero olvidamos que el acero no flota en la adversidad. En caso de naufragio su pesada carga arrastra a los supervivientes a lo más profundo de la sima. La madera de nuestra barca no es así. En caso de colapso, el navegante sabe que aferrándose a una simple tabla, su salvación está asegurada.

Cuerdas salen por todos los lados del cuadro. Parece que sujetan al mástil, o más bien son rayos de esperanza que este extiende, cual brazos de una madre, para sostener nuestra existencia. Cada cuerda es un motivo más para mantenerse en el barco, y no dejarse vencer por el vendaval. Algunas están tensas y realizan con eficacia su trabajo. Otras están relajadas. Ahora descansan, pero llegado el momento lucharán con igual fuerza que sus hermanas de cáñamo. En la parte inferior del cuadro surge una misteriosa maroma. A ella estamos unidos tú y yo, pues los dos somos marineros imprescindibles de esta valiente tripulación. Cada cuerda representa un vínculo con el otro. Algo que nos une, nos ata, nos relaciona, nos engancha, nos reúne, nos ensambla, nos aproxima, nos hermana. Cada amarre es un lazo de amigo, de hermano, de padre, de hijo, de compañero, de socio, de vecino… Un vínculo que nos hace responsables unos de otros. Un vínculo que a la vez es gratitud y don, pues es el extremo del cabo que Dios lanza para salvarme la vida.

¿Quién es ese barco? Os lo contaré. Una mañana esos hombres salieron de su hogar. Abandonaron la comodidad de su casa para iniciar un periplo por el mundo. Una importante misión les anima a cruzar el océano. Pero al atardecer les sorprende la tormenta y lo que parecía un viaje calmo, se convierte en una terrible pesadilla. Una tempestad agita la nave y la zarandea de un lado a otro. Más ellos no se rinden, y luchan con tesón. Si arrimáis el oído escucharéis sus voces: «¡Marinero, sujeta bien las velas! ¡Resiste en tu sitio el envite de las olas! ¡Mantente firme ante la adversidad! ¡No des tu brazo a torcer! ¡No estás solo! ¡Si tú cedes, todos pereceremos! ¡Sigue luchando! ¡Pronto amainará! ¡Aguanta, aguanta sin desfallecer! ¡Esto acabará pronto! ¡Sé valiente amigo!». Merece la pena seguir, pues un hermoso premio nos espera al final del viaje.

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