Entrevista a Juan Antonio Gómez Trinidad por Jesús Amado
Personalidades tan ricas como la de nuestro entrevistado, son difíciles de abarcar y de comprender. Moverse como pez en el agua en tantos ámbitos y tan distintos, permite tener una visión amplia de la sociedad y de la persona. Disponer de una amplia y profunda formación posibilita ser incisivo y clarividente.
Pero esta descripción podría corresponder también a Nietzsche. “Se suele afirmar que el hombre es, ante todo, cabeza. La lógica así lo postula, pero de hecho, la psicología va por otro camino. La locomotora suele ser siempre el corazón, y el entendimiento hace de vagón” (P. Morales, El ovillo de Ariadna)
La cabeza privilegiada y despejada de Juan Antonio Gómez Trinidad sólo puede comprenderse a la luz de tres amores: amor paternal a su familia, amor apasionado a Jesucristo y amor vocacional a la educación. El lector podrá descubrir los dos primeros leyendo entrelíneas. El tercero aparece con convicción y fuerza. Abra pues, los ojos (y el corazón) quien esté dispuesto a dejarse entusiasmar con la educación.
Catedrático de Filosofía, Director General de Educación, Diputado en el Congreso Nacional… ¿cómo prefieres ser presentado ante los lectores de Estar?
Juan Antonio: Sin duda, como padre de familia de cinco hijos, lo cual no es mérito mío sino principalmente de mi mujer. Sin el papel de una madre de familia difícilmente podríamos hablar de una educación eficaz y acertada de los hijos. Por cierto, la incorporación de la mujer al trabajo y a la vida laboral (cosa que es necesaria y justa) ha abierto un hueco en el hogar familiar que no lo hemos cubierto los hombres. Lo que antes hacían las mujeres, ahora malamente se hace. Este es uno de los problemas con el que nos enfrentamos en el momento actual.
¿Qué datos destacarías en tu trayectoria vital?
Provengo de una familia humilde, extremeña. Con gran escasez de medios, al punto que mi padre tuvo que emigrar a Francia. Pero tuve la suerte de estudiar en un colegio con unos educadores que tenían las ideas claras, y que suplían la escasez de medios con la claridad de fines. Contrariamente a lo que está sucediendo en el momento actual, en que tenemos sobreabundancia de medios, pero escasez de fines. Tal vez por ello tuve la suerte de tener claro, desde el primer momento, lo que quería ser en la vida: profesor. Para mí la educación no ha sido sólo una profesión, sino una vocación. Es lo que preside mi actividad ya sea como docente, gestor o político y lo que me ha ayudado a superar las dificultades.
¿Tus impresiones de tu etapa como profesor de Bachillerato?
Como profesor he disfrutado muchísimo. Una de las mayores alegrías es encontrarte con antiguos alumnos que te agradecen tus clases, que se acuerdan de aquellos apuntes. Algunos me dijeron que sintieron rabia cuando dejé la enseñanza para dedicarme a la política: es uno de los mejores piropos que puedes recibir como profesor. Todas las profesiones son importantes, pero algunas imprescindibles y, entre ellas, evidentemente está la de maestro. Y al decir maestro, término tan entrañable, digo la de profesor. Todos, sin duda, tenemos algún profesor que nos ha marcado, que sigue siendo un referente moral para nosotros. ¡Qué pena ver que hoy día muchos acuden a la profesión docente más por resignación que por vocación! Acceder de esa forma a la tarea docente es una desgracia para él en primer lugar, y para los alumnos en segundo lugar. Se pueden poner ladrillos sin entusiasmo, pero no enseñar.
El tema recurrente de la crisis imperante. ¿Qué opinas al respecto?
A lo largo de la historia siempre han existido crisis. Pero también es cierto que se han superado porque en tales circunstancias ha habido hombres y mujeres que se han dicho: “Yo, además de quejarme, llorar o echarle la culpa a los demás, ¿qué puedo hacer?” Y dieron un paso al frente. Hicieron surgir una realidad nueva en el convencimiento de que era posible cambiar la sociedad. Es el ejemplo de Europa nada más finalizar la II Guerra Mundial. Una guerra que produjo, entre otras atrocidades, 50 millones de víctimas. Aquello sí que era una crisis. A pesar de lo cual una serie de hombres como Schumann, Adenauer, Monnet y De Gasperi (por cierto, profundamente cristianos) consideraron que era posible hallar una forma de entenderse unos con otros, que era posible hallar otro modo de vida. Y no lo hicieron solos, sino que buscaron la compañía de personas que sintonizaban con esos ideales. En una palabra, les unía un norte, un fin claro. Tenían un por qué y hallaron el cómo.
Frente a la crisis actual tenemos medios para salir adelante, pero no sabemos dónde está el norte. Y esta desorientación es general: en los políticos, en los gestores de la Educación, en los padres de familia. No sabemos, en el ámbito familiar, si he de pedir a mi hijo que se levante a la primera, si puede ver tal programa de televisión o a qué hora ha de volver a casa. Somos nosotros los primeros que estamos desorientados. Incluso llegamos al extremo de querer ser adolescentes en lugar de adultos. ¿Cómo podemos pedir madurez a nuestros jóvenes cuando estamos nosotros muchas veces en un estado de infantilismo?
Decía Séneca: “Cuando el marinero no encuentra la polar, cualquier viento le es adverso”. Y esto hemos de aplicarlo a multitud de campos: La Educación, la Política, el matrimonio. Si no sabemos cuál es nuestro fin, nuestro objetivo, ¿qué es lo que resta? Seguir disfrutando sin pensar en cosas complejas, o echar la culpa a alguien de cómo están las cosas. Nietzsche lo decía así: “Quien tiene un por qué, siempre encuentra un cómo”. Muchos de nuestros jóvenes tienen muchos medios, pero no un por qué, ni un para qué.
En definitiva, es verdad que estamos en crisis. Ahí están los datos de los cinco millones de parados o los dos millones de familias que no tienen ingresos pero con ser grave, la crisis económica no es la más importante y acabaremos saliendo de la misma, con ayuda o sin ayuda exterior. Pero en el fondo de la crisis económica subyace una crisis de valores. Incluso la crisis económica en el fondo no es más que una crisis de capital humano, y para salir de ella necesitamos una recapitalización humana.
¿Puedes desarrollar con más detalle lo de “capital humano” que acabas de indicar?
El capital humano no es ni más ni menos que el número de personas en condiciones de trabajar que tiene un país, multiplicado por un factor que es la formación que tienen esas personas. Formación que son los conocimientos teóricos, como el dominio de idiomas o la cualificación profesional, pero también las actitudes y los valores: equilibrio emocional, capacidad de comunicación, ser creativos, ver soluciones donde otros ven problemas, etc. Y sobre todo la talla moral.
La formación de las personas es, en definitiva, la tarea de la educación, por eso no es exagerado decir que en el fondo de la crisis actual sólo podremos salir mediante una reforma educativa profunda, entendiendo por tal no sólo la reforma de las enseñanzas, sino la toma de conciencia por parte de todos los educadores de nuestra tarea y actuando en consecuencia: no podemos esperar cambios si seguimos haciendo lo mismo.
Abordemos el tema de la educación. ¿De qué hablamos cuando hablamos de educación?
Esa es la pregunta clave. Mientras no tengamos claros los fines, difícilmente acertaremos con los medios. ¿Se trata de hacerlos más competitivos? ¿Más competentes? De un modo sintético diría que educar es ayudar a una persona a que alcance su plenitud, que llegue a ser lo que es, aunque de momento sólo en potencia. Para lo cual necesitamos transmitir un legado cultural, que nos ha permitido llegar a ser lo que somos y prepararles para afrontar con esperanza y con coraje un futuro incierto.
Nos hemos olvidado de hablar sobre los valores esenciales de la cultura occidental: la verdad, la belleza y la bondad. Y los hemos sustituido por sus sucedáneos tales como la opinión, la apariencia y el interés, que cotizan con rabiosa actualidad en el mercado y en los medios de comunicación. El problema es si sobre estos últimos valores es posible una educación o por el contrario, lo único posible es la instrucción oportuna que permita a unos pocos un triunfo y a otros, anestesiados hoy con entretenimientos y éxitos fáciles, un fracaso vital y social.
Del mismo modo hemos renunciado a transmitir unos valores de sentido que justifiquen el esfuerzo como medio de conseguir un futuro mejor. De este modo sólo nos queda ayudarles a que vivan en un presente, tan efímero como angustioso: es la cultura de la evasión, del ocio convertido en negocio, de la mera instantaneidad y fugacidad.
En tu opinión, ¿cuál es en última instancia nuestra concepción de la vida?
Si se me permite la licencia literaria, nosotros somos hijos de tres colinas que nos han precedido en nuestra historia. Por un lado, la Acrópolis: nosotros somos griegos gracias a los cuales cultivamos y consideramos que la razón es lo más importante. Nos rebelamos contra lo irracional; “¡eso es absurdo, eso no tiene razón de ser, eso no tiene sentido, no es razonable!” decimos y repetimos. Pedimos que todo esté regido por la razón, en lugar de haber optado por el capricho, el mito, el azar o los poderes ocultos.
Pero también somos hijos del Palatino, de esa gran colina donde se funda Roma. Y de Roma hemos recibido en herencia el respeto al Derecho. Existe una Ley que tiene que ser razonable y razonada, y que está por encima del capricho y de la voluntad del Rey o gobernante de turno. Todo esto implicaba que la Ley está por encima de todos. Y por eso ante un hecho indignante repetimos: “¡No hay derecho, eso no es justo!”
Y la tercera colina que configura nuestra forma de ser es el Gólgota. Lo que allí sucedió da una visión completamente nueva a la historia de la humanidad, establece el valor de la persona sobre todo lo demás. Por ello, una persona justifica que se paralice toda una ciudad. ¿Acaso ante un presunto suicida ubicado en una cornisa no paralizamos todo el tráfico y reclamamos la ayuda de personas expertas? El cristianismo supone además una transmutación de los valores donde el débil, el enfermo, el que menos tiene, es igual de digno y de importante que el poderoso.
Todo esto es, en definitiva, lo que tenemos que seguir transmitiendo. Nos hemos olvidado de quiénes somos y sentimos complejo de nuestro pasado, de los valores que nos han permitido llegar a ser lo que somos. Tampoco sabemos muy bien hacia dónde vamos. Estamos en un auténtico recodo de la historia. Esta es la sensación que tuvo san Agustín cuando a las puertas de Cartago se encontraban los bárbaros: sabía que el modo de pensar y de comportar la vida de los romanos se venía abajo, pero no sabía muy bien qué era lo que venía.
“Nuestras raíces”, ¿aplicable solo a España o a nuestro mundo europeo?
No solo España, sino que es Europa entera la que está dudando constantemente de quién es. Como no quiere aceptar sus raíces, está totalmente desorientada. La Europa de los mercaderes no puede sostenerse por mucho tiempo, porque el mercader tiene como principio de su existencia el enriquecerse; y cuando se producen diferencias en ese enriquecimiento de unas naciones frente a otras, se producirá inevitablemente la ruptura. Tenía razón Juan Pablo II cuando decía: “Europa, ¡sé tú misma!”