No podemos vivir sin belleza

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Vista panorámica de los monasterios de Meteora sobre formaciones rocosas en Tesalia, Grecia
Meteora, monasterios suspendidos entre cielo y tierra: belleza natural y espiritual en perfecta armonía

«La belleza es la gran necesidad del ser humano», afirmaba el papa Benedicto XVI durante su viaje a Barcelona, para consagrar el templo de la Sagrada Familia. El filósofo Roger Scruton abunda en esta misma convicción al escribir que «perder la belleza es peligroso, pues con ella perdemos el sentido de la vida. No estamos hablando de un capricho subjetivo, sino de una necesidad universal de los seres humanos. Con ella, convertimos el mundo en nuestra casa y, al hacerlo, ampliamos nuestras alegrías y encontramos consuelo para nuestros dolores. Sin ella, la vida es un desierto espiritual».

La belleza, decían los clásicos, es «el esplendor de lo real», y sin ella la vida se nos haría insoportable. «La humanidad puede vivir sin ciencia y sin pan, pero sin la belleza no podría seguir viviendo, porque entonces no existiría razón para permanecer en este mundo» (F. Dostoyevski).

No hablamos solo de un fenómeno más o menos deslumbrador, esas maravillas que a menudo nos fascinan: paisajes y fenómenos naturales, la delicadeza y hondura de un poema, una sinfonía asombrosa, la grandiosidad de un templo, la manera de afrontar la vida que apreciamos en personas ejemplares… La belleza se entreteje con nuestra vida diaria: en la ropa que vestimos, en la forma de decorar nuestro hogar, en la música que nos gusta escuchar, en ciertos rincones llenos de encanto, en los detalles ornamentales y espacios ajardinados de nuestras ciudades, en los parajes que nos gusta visitar, en tantos gestos que nos hacen agradable el vivir.

En esas preferencias, experiencias y gustos nos reflejamos, en cierto modo, a nosotros mismos. Se ha llegado a decir que el ser humano se hace a sí mismo según el modo en que concibe y percibe la belleza, porque ella alimenta nuestra energía y nos provoca un gozo profundo, nos impulsa hacia lo mejor de nosotros mismos y nos hace intuir un «algo más» ideal y sublime. Heidegger decía que la belleza es una revelación, una «epifanía del ser», y Platón la concebía como una «llamada de otro mundo» que resplandece misteriosamente en este.

El encuentro con la belleza provoca un gozo profundo, no una simple satisfacción pasajera. Y es que, como sugiere el mismo Platón, es una puerta a una dimensión no visible, hacia la trascendencia; tiene que ver con lo esencial del ser humano, con su vida interior y con su sed y vocación de sentido.

Inspiración y alimento del espíritu

Algo de esto se refleja en una anécdota que se cuenta de Rainer María Rilke (1875-1926). Se cuenta que, en compañía de una amiga, el poeta iba todos los días a la universidad. En el camino, en un rincón, encontraba siempre a una pobre mendiga que pedía limosna a los viandantes. La viejecita, como una estatua, permanecía inmóvil, tendida la mano y fijos los ojos en el suelo. Rilke nunca le daba nada, al contrario de su compañera que casi siempre solía dejar caer en su mano alguna moneda.

Un día la joven le preguntó:

—¿Por qué no le das nunca nada a esta pobrecilla?

—Creo que hemos de darle algo a su corazón, no a sus manos —repuso el poeta.

Al día siguiente, Rilke llevó una espléndida rosa entreabierta, la puso en la mano de la mendiga e hizo ademán de continuar. Entonces sucedió algo inesperado: la mendiga alzo los ojos, miró al poeta, se levantó del suelo con mucho trabajo, tomó la mano del hombre y la besó. Acto seguido, se fue, estrechando la rosa contra su pecho. Nadie la volvió a ver durante toda la semana. Pero ocho días después, la mendiga de nuevo apareció sentada en el mismo rincón de la calle, inmóvil y silenciosa como siempre.

—¿De qué habrá vivido esta mujer en estos días en los que no recibió nada?, preguntó la joven.

—De la rosa, respondió el poeta.

La belleza alimenta el espíritu humano. Es una inspiración que nos hace intuir algo invisible en las cosas visibles; es necesaria para el hombre y sin ella estamos incompletos.

Plotino y Tomás de Aquino definían la belleza como «el esplendor de lo real»; con ello se significa que el mundo aparece como portador de algo que, a la vez, lo caracteriza y lo trasciende, que brota de él: armonía, perfección, gracia, encanto…, «algo más» que la simple suma de sus elementos. E. Jüngel decía ingeniosamente que «bello es aquello que sale del cuadro».

Los pensadores clásicos hablaban de que la realidad se manifiesta como verdad, bien y belleza. La belleza sería una suerte de esplendor objetivo, un brillo especial que la realidad irradia y que ilumina nuestro conocimiento y nuestra voluntad, una sobreabundancia que emana de lo real. Estamos habituados, así, a considerar como bello aquello que tiene algo en sí que lo hace agradable a nuestros sentidos y conmovedor a nuestro corazón.

Las cosas bellas, en las que descubrimos las notas de integridad, proporción y encanto, según Tomás de Aquino, despiertan en el ser humano el deseo de su contemplación y originan una forma peculiar de agrado, el deleite estético. El gusto no sería, así pues, la causa de que algo sea bello, sino su consecuencia. Las cosas «no son bellas porque nos gustan, sino que nos gustan porque son bellas», escribió a su vez san Agustín.

Puerta hacia lo infinito, camino hacia Dios

En la contemplación de la belleza se muestra la misteriosa maravilla de lo real; es un camino hacia algo que nos trasciende. Según Pitágoras, ello era prueba inequívoca de que el ser humano es espíritu, interioridad, capacidad de armonía y novedad, aspiración hacia lo más elevado, lo que supone en nosotros la capacidad de contemplar, una forma de mirar y escuchar que no es simplemente la de los sentidos, sino la del corazón.

La perfección, el esplendor y la armonía, que apreciamos en la forma de las cosas y en tantas obras de arte, son espejo y signo de una plenitud a la que aspira el espíritu. Hacen visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiestan una sed y una búsqueda radical. La via pulchritudinis es un camino abierto hacia el infinito, hacia la belleza y la verdad, más allá de lo superficial e inmediato. Simone Weil escribía: «En todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de la belleza está realmente la presencia de Dios. Existe casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuyo signo es la belleza».

En su encuentro con los artistas en la Capilla Sixtina, el papa Benedicto XVI indicaba que «la belleza en todas sus manifestaciones, desde la que se muestra en el cosmos y en la naturaleza hasta la que se expresa mediante las creaciones artísticas, por su característica de abrir y ensanchar los horizontes de la conciencia humana, de remitirla más allá de sí misma, de hacer que se asome a la inmensidad del infinito, puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el misterio último, hacia Dios».

La experiencia estética: «saber mirar»

El encuentro con la belleza no es un simple placer; es, propiamente hablando, gozo, pues provoca una emoción profunda, un palpitar del corazón. Tiene sin duda un poder transformador; pero requiere, asimismo, la capacidad de contemplar, una forma de mirar y de escuchar que no es simplemente la de los sentidos; es más bien la del corazón, la del espíritu. A través de la belleza se experimenta el orden que atraviesa y sostiene el mundo, y lo convierte en un ámbito de sentido y significado.

Reflexionemos un poco acerca de ese encuentro —a veces un verdadero impacto— que nos saca de la indiferencia o de la monotonía y despierta nuestra admiración, nuestro asombro.

La belleza se funda en una cierta perfección y se expresa a través de ella, pero debe ser percibida por el espíritu humano. Es objeto y fundamento de una experiencia singular, camino privilegiado que nos permite asomarnos al orden profundo de la realidad y a lo genuinamente humano latente en nuestra vida, a menudo escondido en lo más común, y patente a veces en lo extraordinario.

La experiencia estética altera nuestro interior y se manifiesta mediante expresiones de emoción profunda. Puede tratarse del hallazgo de algo insólito y poderosamente llamativo como la inmensidad del mar, el hechizo de una noche estrellada o la grandiosidad de las montañas; puede ser el esplendor de una puesta de sol, el paseo por un bosque en otoño o la hermosura natural de un rostro… Se descubre en el abrazo amoroso de una madre, en una sonrisa, en el encanto de una plaza solitaria, en la amabilidad de un transeúnte o en el esfuerzo de un niño que ha conseguido atarse los cordones de los zapatos…

La experiencia estética es fruición, un deleite y gozo que conmueve lo más profundo del ser humano. La captación de lo bello empieza por los sentidos, pero va más allá y afecta a la persona entera: inteligencia, imaginación, voluntad, corazón, afectos, amor. Despierta el asombro, un sentimiento de sorpresa y admiración que impulsa al conocimiento, la contemplación y el disfrute.

El asombro es el principio del conocimiento, una emoción admirativa ante algo que nos supera y que nos invita a buscar, crecer y mejorar; implica humildad y agradecimiento; suscita un entusiasmo que apunta a lo esencial del ser humano, a nuestro interior y a nuestra sed de sentido.

El criterio de valoración estética depende de la perfección del objeto: de su integridad, de su encanto y armonía; pero también de la madurez, de la actitud y sensibilidad del sujeto. Cuanto más rica, plena y armónica es la vida espiritual del ser humano, tanto más elevada y enriquecedora será su experiencia estética.

La experiencia de lo bello es un íntimo ver con el corazón, que, a la vez, implica efusividad, incita a la comunicación. Y cuando se comunica no se pierde, como ocurre con todo lo espiritual en nuestra vida (el conocimiento, la alegría, el amor, la virtud…), sino que se consolida y eleva. Se disfruta más de la belleza cuando se comparte. Por el contrario, cuando la impresión suscitada por la belleza no se comunica, se debilita y palidece.

El «gusto estético», la sensibilidad, es educable. Se puede orientar e incrementar, perfeccionando nuestra personalidad. Se educa a través de experiencias estéticas, del encuentro con la belleza, gracias casi siempre a que alguien acierta a despertar en nosotros esa capacidad de percepción profunda de lo bello y nos enseña a «gustar» y saborear, a disfrutar, a emocionarnos con algo hermoso. Obviamente, también puede corromperse o desviarse, envileciendo al ser humano. Algo de esto se observa en la contemporánea tendencia al feísmo en el arte.

El arte contemporáneo, espejo de una crisis

La estética, desde finales del siglo XIX, desvinculó el arte respecto a la belleza de lo creado y lo redujo a la libre manifestación del artista. La belleza quedaba relativizada y se convertía en expresión de la subjetividad. «Todo lo que escupe un artista es arte», llegó a decir Kurt Schwiter.

El arte contemporáneo busca involucrar al espectador. Algunos artistas, incluso, utilizan el feísmo para agredir la sensibilidad del público y criticar la mercantilización del arte; también como provocación frente al «conformismo social» de la burguesía (épater le bourgeois). Sin embargo, la pérdida de referencia en la realidad ha llevado a muchos a la trivialidad y la falta de sentido.

Por supuesto, no todo el arte contemporáneo refleja esta desorientación. Existen muy notables excepciones. Algo, sin embargo, resulta interesante en todo esto: el arte sigue siendo espejo de la condición humana, también de la deriva cultural dominante. En la llamada posmodernidad, la dispersión y extravagancia que a menudo ostenta el arte en muchas de sus manifestaciones no es sino el síntoma manifiesto de una auténtica crisis de civilización.

Es esencial que el arte vuelva a la búsqueda de la belleza. Decía Dostoyevski que «la belleza salvará al mundo», y que, «mientras haya belleza, no todo está perdido». El secreto es que dispongamos los ojos de nuestro corazón para captar la belleza a nuestro alrededor y aun dentro de nosotros mismos, y que nos dejemos interpelar por ella. Porque de la sed de belleza que anida en todo corazón pueden brotar la esperanza y el ansia de contribuir, un poco al menos, a la belleza de este mundo.

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