«Mando un querido saludo a todas las mamás, con una oración para ellas y para las que ya están en el cielo. Buena fiesta».
Este fue el saludo que el papa León XIV envió el día de la madre, recién estrenado su pontificado. Nos es permitido suponer que en su corazón estaba presente el recuerdo de su madre, Mildred Agnes Martínez, la «fuerza apacible».
Y es que eso significa su nombre, según los entendidos. Nos atrevemos, desde la escasez de datos que poseemos sobre ella en estos momentos, a realizar un sencillo perfil de esta mujer, comprometida desde su fe católica con las realidades concretas de su tiempo, como tantas mujeres que son conscientes de que «la vocación cristiana es por su misma naturaleza vocación también al apostolado»[i].
Mildred nació a finales del año 1911 en la periferia de Chicago —la tercera gran metrópoli estadounidense, situada a orillas del lago Michigan—. Era hija de emigrantes hispanos, procedentes de Nueva Orleans (Luisiana), que en los documentos administrativos eran descritos como «negros» o «mulatos». Es el mismo papa León quién nos facilita este dato biográfico y una conclusión esperanzadora:
«Mi propia historia es la de un ciudadano, descendiente de inmigrantes, que a su vez ha emigrado. Cada uno de nosotros, en el curso de la vida, se puede encontrar sano o enfermo, ocupado o desocupado, en su patria o en tierra extranjera. Su dignidad, sin embargo, es siempre la misma, la de una creatura querida y amada por Dios»[ii].
Mildred compartió su infancia y juventud con sus cinco hermanas (de las que dos se hicieron religiosas), en una familia católica coherente, que concretaba su espiritualidad en el servicio a los demás. Contrajo matrimonio con Louis Marius Prevost, un veterano teniente que participó en el desembarco de Normandía y que, tras licenciarse del ejército, se dedicó a la educación. Juntos tuvieron tres hijos.
A sus 36 años Mildred dio muestras de un carácter audaz y decidido: cursó estudios superiores de Biblioteconomía y obtuvo una maestría en Educación, lo que le permitió ejercer su profesión de bibliotecaria en diversas instituciones educativas de Chicago. Fue en el colegio Mendel Catholic High School, dirigido por los padres agustinos, donde conoció y comenzó a vivir la espiritualidad agustiniana, que marcaría la vocación de su hijo Robert.
Seglar comprometida
«Los seglares, al haber recibido participación en el ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo […] ejercen en realidad el apostolado con su trabajo por evangelizar y santificar a los hombres y por perfeccionar y saturar de espíritu evangélico el orden temporal […] a modo de fermento»[iii].
Este compromiso apostólico como seglar lo desarrolló Mildred, además de en el día a día de su profesión educativa, en su participación activa en la iglesia local, pues fue presidenta de la Sociedad del Altar y Rosario de St. Mary, así como del Club de Madres de la Escuela Secundaria Católica Mendel. Participó activamente en el coro de la iglesia de St. Mary. Fue catequista con su marido, etc. Una compañera de su hijo la describió como una de las «damas de la iglesia» por su compromiso total con la parroquia.
Millie (así la llamaban cariñosamente), acertó a convertir su cotidianidad en una catequesis viva. Como era una muy buena cocinera y sus platos fascinaban a los invitados a comer a su casa, hizo de su hogar un lugar de encuentro espiritual (también allí entre los pucheros andaba el Señor, como diría nuestra santa de Ávila). Cumplió así la exhortación del Vaticano II:
«La familia […] se ofrece como santuario doméstico de la Iglesia (si) practica el ejercicio de la hospitalidad […] al servicio de todos los hermanos que padecen necesidad»[iv].
La familia, santuario y escuela de oración
«La familia cristiana es el primer ámbito para la educación en la oración. Fundada en el sacramento del matrimonio, es la “Iglesia doméstica” donde los hijos de Dios aprenden a orar “como Iglesia” y a perseverar en la oración»[v].
Sin lugar a dudas, en aquella escuela aprendió el pequeño Robert a unirse a Dios y Millie a caminar con paciencia por el camino sencillo de la vida de Nazaret, esa santidad sencilla en el día a día, que la Iglesia contempla en horizonte grandioso:
«[…] Los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen una vocación admirable […]. Pues todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y de cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en «hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe 2,5)»[vi].
Mildred falleció el 18 de junio de 1990. Quienes la conocieron la recuerdan como una mujer serena, pero de convicciones firmes. Poco habladora, su palabra era precisa y su actuar, ejemplar. Acertó a ir transformando el mundo apostando por la familia, «aquel estado de vida que está santificado por un especial sacramento […]. Aquí se encuentra un ejercicio y una hermosa escuela para el apostolado de los laicos cuando la religión cristiana penetra toda institución de la vida y la transforma más cada día»[vii].
Su hijo no ha tardado en recordárnoslo nada más llegar a la cátedra de San Pedro:
«Es tarea de quien tiene responsabilidad de gobierno aplicarse para construir sociedades civiles armónicas y pacíficas. Esto puede realizarse sobre todo invirtiendo en la familia, fundada sobre la unión estable entre el hombre y la mujer […]. Nadie puede eximirse de favorecer contextos en los que se tutele la dignidad de cada persona, especialmente de aquellas más frágiles e indefensas, desde el niño por nacer hasta el anciano, desde el enfermo al desocupado, sean estos ciudadanos o inmigrantes»[viii].
¡Tarea y misión!
[i] Concilio Vaticano II. Apostolicam actuositatem, n.º 2.
[ii] Audiencia al Cuerpo Diplomático (16.05.2025).
[iii] Concilio Vaticano II. Id.
[iv] Id., n.º 11.
[v] Catecismo, n.º 2685.
[vi] Lumen gentium, n.º 34.
[vii] Id., n.º 35.
[viii] Audiencia al Cuerpo Diplomático (16.05.2025).







