Nuestro Dios se volvió loco

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Nuestro Dios se volvió loco
Nuestro Dios se volvió loco. Ilustración: José Miguel de la Peña

El número de españoles que manifiestan ser católicos practicantes apenas llega al 20 %. A ellos habría que añadir un 35 % que se declaran no practicantes. El problema no es que seamos pocos, sino que somos irrelevantes en la vida pública, en el mundo de la cultura, de las organizaciones sindicales y empresariales y, aún menos, en la vida política. No deja de ser una contradicción que, viviendo en un sistema público de libertades —al menos en teoría— exista esa ausencia del pensamiento cristiano. Quizá sea por la cultura dominante, lo que se ha dado en llamar la cultura woke, pero también hay mucho de complejo por parte de los cristianos.

A pesar de todo, el testimonio de los nuevos conversos que hablan con total frescura y entusiasmo de su encuentro con Dios, así como una mayor permeabilidad en los jóvenes de 18 a 24 años, y la aparición de nuevos movimientos, hacen concebir una cierta esperanza.

También es esperanzadora la aparición reciente de publicaciones que abordan la existencia de Dios desde el punto de vista racional. Algunas de ellas se han convertido en éxitos de ventas[1]. En síntesis, sostienen que es muy razonable afirmar la existencia de Dios a partir de los indicios que nos da la ciencia: «Puesto que hay un reloj —el universo— tiene que haber un relojero, Dios».

Todo ayuda, aunque sea para quitar el miedo y alumbrar el coraje de proponer una alternativa al mundo materialista y consumista en que nos hallamos inmersos.

Sin embargo, el Dios de los cristianos, nuestro Dios, no es el resultado de una ecuación y, en lo que conozco, las conversiones no son fruto de un razonamiento, sino de un encuentro personal con un ser que, permítaseme la expresión, es poco razonable, un Dios que rompe las barreras de la lógica del mundo de hoy, un «Dios que no se lleva». Pongamos algunos ejemplos.

Hoy lo que impera es el bienestar y la seguridad en esta vida, puesto que es dudoso que exista otra. Dicho bienestar depende exclusivamente de los hombres, y se le pide al Estado que nos lo asegure. Pero nuestro Dios es incómodo, no garantiza en esta vida dicho bienestar, le preocupa más la salvación del alma que el confort del cuerpo. Exige confiar en él y que nos desprendamos de las seguridades humanas. Por lo tanto, Dios no parece pertenecer a este mundo, de lo contrario, no tendríamos tantos males. Incluso se cuestiona por qué nos ha dado libertad, si eso ponía en riesgo la seguridad y el bienestar material.

Otra característica de nuestro mundo es el valor supremo de la opinión mayoritaria. De ahí la importancia que se concede a las encuestas, guías de la acción política y también de la opinión pública. Hay que tener mucho coraje para atreverse a estar en minoría, sobre todo si no tiene la lógica del mundo. Pero a nuestro Dios no le importa el público, no le es relevante si el auditorio está lleno, a él le apasionan las minorías —cuando ascendió al cielo apenas tenía asegurada una docena de fieles— y mucho más cada persona. Sí, «nuestro Dios es terriblemente miope, no ve el público, tiene que colocarse muy cerca de cada persona, de modo que sienta en su nuca su aliento»[2].

En el mundo actual, lo importante es la cuenta de resultados: beneficios menos gastos debe dar un saldo positivo. Las matemáticas no fallan. Pero nuestro Dios no entiende de matemáticas ni de economía[3]: por una sola oveja perdida, deja las noventa y nueve, y si la encuentra, se alegra más por ella que por las demás que no se perdieron (Mt 18,12). No entiende de economía: da el mismo salario a los viñadores contratados a última hora que a los que llevan todo el día trabando (Mt 20,1). Los últimos serán los primeros, y para demostrarlo, el buen ladrón, tras una vida poco edificante, en los últimos minutos de su vida ganó el cielo: fue el primer canonizado de la historia.

En la sociedad actual quien la hace la paga; hay poca misericordia, sobre todo por parte de las nuevas ideologías; importan más los hechos y las opiniones que las personas, no se permite discrepar y hay miedo a disentir. El resentimiento aviva el odio. Quizá no haya linchamientos cruentos, pero sí linchamientos civiles a quien se oponga a los nuevos dogmas, aunque vayan contra el sentido común. En cambio, nuestro Dios es olvidadizo, del perdón ha hecho un hábito: «Hasta setenta veces siete» (Mt 18,21). No entiende de reincidentes y por olvidar, hasta olvida que perdonó[4].

En definitiva, nuestro Dios se ha vuelto loco. Nietzsche se dio cuenta de ello, quizá con mayor claridad y pasión que ningún filósofo, por ello proclamó la muerte de Dios y de todo lo que representaba. Su lugar debía ocuparlo una nueva lógica: la de la voluntad de poder. Y en ello estamos: el interés, la apariencia, la opinión mayoritaria son los que dominan el mundo actual. Nosotros estamos llamados a ser «signos de contradicción», como diría san Juan Pablo II.

Si entendiéramos el misterio de amor que supone la encarnación, y el «amor que nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios» (I Jn 3,9), nos volveríamos locos de amor. Por ello, «nos atrevemos a decir: “Padre nuestro”», como rezamos en la misa. Ninguna religión, ninguna filosofía, se atrevió a tanto.

El mundo actual no puede entenderlo, pero como dice Dios al diablo en el libro citado: «Estoy loco por mis criaturas y no sé hacer otra cosa que amarlas»[5].

Educar en la vida es aceptar que la razón última es la sinrazón de la locura de amor. Como dijo el poeta: «Prefiero una locura que me entusiasme a una verdad que me abata».


[1] Bolloré, M.Y. y Bonnassies, O, Dios, la ciencia, las pruebas (2023) Madrid, Ed. Funambulista. González–Hurtado, J.C. (2023) Nuevas evidencias científicas de la existencia de Dios, (Madrid. Voz de papel).

[2] Hadjad J. F. (2022) Job o la tortura de los amigos. Madrid. BAC 2022. Pág. 9.

[3] Van Thuan F. X. (2000) Testigos de esperanza. Madrid. Ciudad Nueva. Pág. 26 y ss.

[4] Ibidem.

[5] Hadjad J.F. (2022) Job o la tortura de los amigos. Madrid. BAC 2022. Pág. 74.

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