
Hace unos años, trabajando en un sanatorio, contemplé un día la siguiente escena: Un empleado de banca estaba enfermo de tuberculosis. Llevaba bastante tiempo sin ver a sus hijos, y un día llegó la gran alegría: su mujer, con dos de sus niños, se presentó para pasar unos días con él. Una tarde, después de despedirse de ellos, entré en su cuarto para gozarme con su gozo, pero me encontré a aquel hombre tendido en la cama, llorando. Le dejé desahogarse porque lloraba con angustia. Después le pregunté:
—¿Por qué llora usted si debería sentirse muy contento?
—Acabo de despedirme de mis hijos y les he dado un beso. Me ha visto el doctor y me ha dicho que no vuelva a hacer eso jamás, porque podría contagiarles. ¿Te das cuenta, Abelardo? —me decía—. ¿Tú sabes lo que siente en este momento mi corazón? Esta enfermedad traicionera me tiene aquí postrado en la cama, alejado de mi familia por tanto tiempo, soñando con ver a mis hijos, y ahora que los tengo a mi lado, ¡no los puedo besar ni abrazar porque los puedo contagiar!
Vi sufrir a aquel hombre, intenté consolarle. Luego llegué a pensar que si, en vez de ser el médico, hubieran sido sus niños los que, cuando iba a abrazarlos, le hubieran dicho: «¡No papá, no nos toques! ¡No te acerques, que nos puedes contagiar!», ¿qué hubiera sentido entonces aquel corazón?; y si es ese el corazón de un hombre, con toda la mezquindad de nuestra afectividad, ¿qué será el corazón de Dios, que ama a cada uno de nosotros individualmente como si no existiera nadie en el mundo, como si tú y yo fuésemos toda la creación, y, sin embargo, le damos la espalda?
Verdaderamente Dios tiene problemas con nosotros.
El otro día, un amigo me contaba lo siguiente: «Tengo siete hijos. El pequeño, de diez años, estaba hablando con su madre, y, en un arrebato de cariño, la madre le dice: “¡Hijo mío, cuánto te quiero! ¡Te quiero con toda mi alma! ¡Te quiero muchísimo más que tú a mí, hijo mío!». El niño le responde: «No lo creas, mamá; yo te quiero a ti mucho más que tú a mí, porque yo soy un niño y no tengo preocupaciones, y como no tengo preocupaciones te puedo amar del todo».
Si nos convenciéramos de que la madre de Dios es nuestra madre, de que Dios es nuestro padre, se nos acabarían todas las preocupaciones, comenzaría una corriente de amor en el mundo que pronto lo invadiría todo.
No deberíamos tener otras preocupaciones que —permitidme hablar así— la de Dios. Dios sí tiene preocupaciones, porque «Dios es amor». En la esencia de Dios está el amar. Nos ha creado a cada uno de nosotros para difundir su amor, para invadirnos con su amor, y nosotros, sin embargo, estamos rechazando este amor de Dios, estamos dando la espalda al amor de Dios. Jesucristo sí tiene problemas con nosotros. Dios sufre por nosotros.
(Extracto Vigilia de la Inmaculada, 7 de diciembre de 1971) (Luces en la noche, pp. 4-6).





