Bautizados militantes

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Laicos
Laicos

Un ambiente pagano envuelve y rodea la vida en ciudades y campos. Ese ambiente se resume en una palabra: gozar, de los sentidos y de la materia, olvidando las alegrías íntimas del espíritu. La materia emerge asfixiando el espíritu en calles, modas, espectáculos, negocios, profesiones. Si a la juventud no se la lanza a la conquista de este ambiente, será pervertida por él, como de hecho está sucediendo.

Así lo veía el papa en el Bernabéu cuando hacía este llamamiento a la juventud: «Cuando sabéis ser dignamente sencillos en un mundo que paga cualquier precio al poder; cuando sois limpios de corazón entre quien juzga sólo en términos de sexo, de apariencias o hipocresía; cuando construís la paz, en un mundo de violencia y de guerra; cuando lucháis por la justicia ante la explotación del hombre por el hombre o de una nación por la otra; cuando con la misericordia generosa no buscáis la venganza, sino que llegáis a amar al enemigo; cuando en medio del dolor y las dificultades no perdéis la esperanza y la constancia en el bien, apoyados en el consuelo y ejemplo de Cristo y en el amor al hombre hermano, entonces os convertís en transformadores eficaces y radicales del mundo» (3-11-82).

A Pío XII le arrancaba este espectáculo un grito de dolor: «Lo que más profundamente apena es la manera abierta y sistemática con que en espectáculos, películas, novelas y revistas se inculca el veneno de la corrupción, y con él el de la incredulidad, en las venas del pueblo, especialmente en la juventud y adolescencia» (10-6-1945).

Si un bautizado no lucha contra modas, criterios, costumbres, oponiéndose tenazmente a la descristianización progresiva que nos amenaza, acabará pensando que todo lo que ve es natural, inofensivo, admisible. En cierta ocasión preguntaron a un misionero -llevaba años sin haber conseguido aún ningún fruto- por qué no abandonaba. «Evangelizo para que no me evangelicen», se limitó a responder. O acercamos el mundo al Evangelio, o somos absorbidos por el espíritu del mundo.

Si la juventud no cae en la cuenta de que su catolicismo es militante, no comprenderá a Jesucristo: «Vine a traer la guerra, no la paz» (Mt 10,34). No entenderá el Evangelio, aunque lo lea de cuando en cuando -cosa rara en España para una mayoría-. Se escandalizará ante Jesús enarbolando un látigo para arrojar a los que profanan el templo y le pedirá prudencia para no exponerse a que le crucifiquen. Incluso alguno le dirá, escandalizado, que esos no son procedimientos, que falta a la caridad. Y le aconsejará que use moderación en sus invectivas contra los fariseos, para estar a bien con ellos y no jugarse el tipo.

Juan Pablo II nos inmuniza de espejismos ilusorios: «Sé que miles de voces engañosas os dicen que hay otro modo de vida sin Cristo, lejos de Él, sin esfuerzo, más natural, más fácil, más placentero… El mundo con frecuencia intentará convenceros de que sigáis un camino ajeno al pensamiento de Cristo. Unos os dirán que los mandamientos de Cristo están pasados de moda. En otros ambientes se os dirá que las enseñanzas de Cristo son un ideal, pero no están adecuadas a la situación real del mundo de hoy, pero vosotros ‘no os conforméis con el comportamiento del mundo’ (Rom 12,2)» (Londres 29-5-82).

Si esa juventud no llega a persuadirse de que católico no es una manera de llamarse, sino de SER, de VIVIR, de AMAR a CRISTO y a la Iglesia, no saldrán de ella los «ardorosos constructores de un mundo mejor», que anhelaba Pío XII, esos laicos que lleven con «la cruz del Señor en medio de la sociedad» y «prediquen a Cristo, que siempre tiene en su derredor el drama de la contradicción: unos lo aceptan, otros lo impugnan, otros lo crucifican». Laicos, en una palabra, que «lleven el drama de la cruz al mundo moderno» (Pablo VI, Frascati, 1-9-1963).

Sólo la lucha logra convencer al joven de esta realidad: el catolicismo es una manera de vivir, el cristianismo es una declaración de guerra, especialmente en el corazón de uno mismo.

Forja de hombres

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