
¿Cómo denominarán a nuestra época en el futuro? Algunas de las propuestas le ponen el prefijo post. Se habla, por ejemplo, de posmodernidad, posindustrial, etc., pero quizá la más llamativa sea la de posverdad. Con ello se quiere expresar que ya no importan los hechos, sino el relato que se haga de los mismos; ya no importan las evidencias, ni lo razonable sino los sentimientos y creencias. Un político español se atrevió a decir que la libertad nos hará verdaderos, menospreciando así el valor de la verdad. En consecuencia, no es de extrañar que la mentira y el engaño coticen tal alto en la vida pública.
Las instituciones que antes eran pilares y refugios de la vida humana: la educación, la familia, la política, la religión, el trabajo etc., se presentan difusas y, lo que es peor, parece no inquietarnos. «… todo es igual» como canta el famoso tango Cambalache cuya letra invito a escuchar.
Toda esa desazón y desorientación proviene sencillamente de haber negado la existencia de la verdad. Si no existe la verdad, ¿qué sentido tiene educar? Si no hay una familia verdadera, una política, unos valores verdaderos, ¿qué se puede sostener? No es de extrañar que, en consecuencia, también que nuestra época sea denominada como poshumanismo.
Ya va siendo hora de gritar sin complejos: «El rey está desnudo», y gritar a los cuatro vientos que la verdad existe y que sigue preocupando a cualquier persona de bien.
Basta analizar el lenguaje ordinario. Ante una enfermedad decimos: «Dígame, Vd., la verdad, doctor». Ante un hecho insólito preguntamos: «¿De verdad es así?». Aún más, los términos falsos, mentira, etc., solo se entienden por referencia a una verdad. No hay mentira, si no hay verdad.
Miremos la vida de los hombres más auténticos, la de aquellos que, como imanes, arrastraron tras de sí a la humanidad a nuevas zonas de luz, de belleza, de bondad. Desde Sócrates a Gandhi, desde Platón a Einstein, desde san Francisco a la Madre Teresa, etc. ¿Qué los atraía a ellos en medio de tantos sacrificios? ¿No era acaso la verdad?
Cada ser humano es un proyecto que tiene que realizarse: puede llegar a ser más o menos hombre, santo o bestia. La posibilidad de haberse equivocado de proyecto vital supone que hay otro modo verdadero, auténtico. Por lo tanto, la búsqueda de la verdad es posible y necesaria, tanto para el individuo como para la especie.
En un mundo aborregado, hay que atreverse a decir en voz alta: «Una opinión la tiene cualquiera, lo que nos importa es la verdad», aunque solo por proclamar este deseo podamos ser tachados de fanáticos.
Pero la búsqueda de la verdad, como la de cualquier cosa valiosa, no es fácil y exige una serie de condiciones.
En primer lugar, tener capacidad de admiración. Ad-mirar es mirar hacia, sintiéndose atraído por el enigma de lo admirado. Hay algo en ello que nos atrae, que nos sorprende, que nos invita a descubrirlo y, descubierto, a gozar con ello. Necesitamos volver a recuperar la capacidad de admiración, desde las cosas más sencillas a las más sublimes.
Pero, para admirar es necesario otras condiciones tales como la capacidad de silencio, atención, observación, reflexión, etc. En definitiva, pararse a contemplar.
En segundo lugar, para buscar la verdad es necesario tener la suficiente humildad de saber que ella misma nos supera, y que no podemos abarcarla jamás, al menos en esta vida.
Uno de los pecados capitales es la soberbia y acecha a cualquier ser humano. La soberbia es un encuentro fallido con la verdad. Tiene distintas variantes. El soberbio proclama: «Mi verdad es la Verdad» y, por tanto, no cultiva el arte de poder no tener razón. Suele darse mucho como construcción mental propia de las ideologías y fanatismos.
Otra variante consiste en negar la existencia de la propia verdad. «Si yo no puedo alcanzar la verdad, entonces no existe», proclama el soberbio escéptico o relativista, para quien la opción es «o todo o nada». Pero entre ambos extremos existen grados de verdad. Que no podamos mirar directamente a la luz, no significa que no podamos conocer la luz reflejada en los objetos. Solo en la medida en que esos objetos están bañados de luz —no siendo la luz misma— podemos conocerlos. En definitiva, que no poseamos la verdad no significa que no podamos tener conocimientos verdaderos.
En tercer lugar, para buscar la verdad se necesita tener confianza en los instrumentos de conocimiento que tenemos, como son los sentidos, la memoria y la inteligencia. Por perder esa confianza la filosofía moderna comenzó —a partir de Descartes— con la duda, derivada del temor a equivocarse. No es lo mismo partir de la admiración —los griegos— que de la sospecha o la duda —la modernidad—. Descartes aún es bastante medieval y el pánico a equivocarse es tal que tiene que confiar en la bondad divina para poder conocer la realidad. Años después, el racionalismo pretenderá, con la sola razón, ocupar el lugar de Dios. Y lo consigue: el máximo representante es Hegel. Pero la razón engendra monstruos y tras Hegel, brotan los irracionalismos por doquier.
En cuarto lugar, para buscar la verdad se exige un inmenso respeto por la realidad. Aceptarla tal y como es y no como nos gustaría que fuera. Admitir que cuando abrimos los ojos, ella está ahí, fuera de nosotros y que podemos, aun con limitaciones, conocerla y entenderla.
El conocimiento auténtico es la conformidad del pensamiento con la cosa pensada. Si, por el contrario, intentamos configurar la realidad desde las ideas y prejuicios, es probable que la falseemos. Esto es válido tanto para el conocimiento de una persona, como de la historia o de la ciencia.
Respeto también por los hallazgos realizados por otros hombres, por la cultura y el bagaje cultural heredado. Un error habitual, especialmente en las ciencias humanas, es el adanismo imperante: parece que todo comienza con nosotros.
En quinto lugar, la verdad es exigente y requiere compromiso. Comprometerse es «prometerse con», en cierto sentido es «hipotecar el futuro» porque la verdad no deja indiferente. Al contrario, del tango citado, Todo es igual, nada es mejor, no todo es lo mismo porque sí hay algo mejor y, por ello, merece complicarse la vida.
No es de extrañar que, incluso entre los que buscan la verdad, algunos de ellos no quieran encontrarse con ella, porque los obligaría a cambiar de vida. La verdad es exigente y afecta no solo al entendimiento, sino que arrastra a la voluntad, según aquel famoso adagio de que «quien no vive como piensa, acaba pensando como vive».
En definitiva, la verdad, como el amor, es una tarea siempre inacabada y exigente, pero es la estrella polar que guía para alcanzar una vida plenamente humana. Como dijo Machado: «¿Tu verdad? No; la Verdad y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela».





