Una de las vivencias pulsionales más primarias de la naturaleza humana es la tendencia a la actividad. Resulta ser una manifestación de las fuerzas originarias de la vida y, por ello, hay quienes, a falta de otros contenidos, sólo a través de la acción sienten la dinámica de su existencia, necesitan estar siempre haciendo algo, ni siquiera con la intención de obtener un rendimiento sino por el valor funcional propio de la actividad. Es al cumplimiento de esta tendencia al que en rigor tendríamos que denominar “satisfacción” (satis facere: saciado el hacer). Es ese “placer de devenir” del que hablaba Goethe y que supone un mero sentirse en la vida solamente porque estoy en acción (facio, ergo sum…), sin tener en cuenta el qué se vive y el cómo se vive.
Es ésta una de las señas que dan identidad a nuestro tiempo. La ciencia nos ha hecho el regalo de doblar el tiempo de expectativa de vida en relación con el que tenían nuestros antepasados en siglos anteriores.
Sin embargo, la relación del hombre actual con el tiempo resulta una relación conflictiva, a veces hasta neurótica, cargada de ansiedad. Desviarse el mínimo tiempo de la hora convenida supone perder oportunidades, torcer destinos, malograr posibilidades, pero, sobre todo, tener la sensación de que el tiempo se escapa rebelde a mi dominio.
Curiosa paradoja: solamente en la medida en que soy esclavo del minutaje me siento dueño y señor del tiempo.
Si los dioses habitan en la eternidad, la permanente tentación prometeica del hombre de ser como los dioses, parecería consistir en dominar el tiempo por la acción, en robar no el fuego, sino el tiempo a los dioses. Pero tal dominio, como en otros campos, consiste solamente, ¡ilusa pretensión!, en poder contarlo con minuciosa exactitud en unidades de actividad productiva. Como el “satisfecho” contable de El Principito, a quien solamente la prolija contabilidad de las estrellas asentada en los correspondientes libros del haber y del debe, le proporciona la soberbia sensación de poseerlas. Pero, en el fondo, su obsesiva ocupación no le dejó nunca tiempo para contemplarlas.
Y sin embargo la vida no cuaja al “saciarse de hacer” (satisfacción), sino cuando se “padece lo suficiente” (“satispasión”). La realidad pensada durante siglos y transmitida en nuestra cultura a través de los grandes libros sapienciales nos advierte acerca de las consecuencias de querer arrebatar a Dios la batuta para imponer nosotros el ritmo.
El Génesis habla de castigo por desobediencia; los mitos griegos hablan del castigo del “hybris” de los seres humanos. Y Dios y los dioses permanentemente intentarán poner al hombre en su sitio, ajustarlo (justicia, “diké”) a sus hechuras. Por ello, una “vida lograda” no se hace tanto por la acción sino por la aceptación.
El mensaje recurrente de la sabiduría es esa incitación a reconocer nuestra dependencia de origen, a conocer los límites del campo de juego de nuestra vida, a aceptar las condiciones. Quizás a esto y no a otra cosa se refería el oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Se trata de vivir de acuerdo con los límites o las fronteras puesto que somos seres limitados y fronterizos: más allá de la simple naturaleza física; más acá de lo divino.
Por ello, la “satispasión” requiere, en primer lugar contemplación. La respuesta proporcionada al valor de lo real dado no es la acción para cambiarlo, sino, en primer lugar, la contemplación para comprenderlo, admirarlo, y, llegado el caso, para amarlo según el “ordo amoris”. En segundo lugar, la aceptación para adecuar la vida a esa realidad sin rebeldías ni evasiones. Por último, una alta tolerancia al dolor, al sufrimiento y a las frustraciones. El profesor Cardona Pescador venía a decir en Los miedos del hombre que el proceso de madurez de la persona se realiza a través de una serie de resoluciones de conflictos, utilizando mecanismos psicológicos particulares y llegando a una sustitución paulatina del principio del placer, de poder, de autorrealización egocéntrica por el principio de conocimiento y adecuación de la vida a la realidad objetiva. “A la madurez corresponde –escribe- entre otras cualidades, una elevación del nivel de tolerancia del dolor, del sufrimiento, de las contrariedades”.
Es plausible, sin duda, todo quehacer dirigido a disminuir e incluso eliminar el dolor y el sufrimiento gratuitos en la vida de las personas. Pero conviene no olvidar que el dolor es el precio necesario de bienes del más alto valor. Quien ama sabe el dolor que produce asistir al sufrimiento o a la pérdida del amado. Solamente esquilmando la capacidad de amar extirparíamos la posibilidad de sufrir.
Pero también cuando a alguien, por sistema, le orillamos todo sufrimiento, le estamos poniendo en riesgo de no poder catar el sabor del amor. El dolor es constructivo cuando tiene un sentido que lo transciende. “Merece la pena”, nos decimos ante algo valioso. Y es que, no cabe duda alguna, hay bienes cuyo precio es la cruz.