Don Bosco en el botellón

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Llama mucho la atención que, desde edades muy tempranas, ya al inicio de una adolescencia que suele alargarse durante años, un gran número de muchachos y muchachas se inician en el consumo del alcohol y de otras sustancias no precisamente saludables. Salir a partir de las 11 de la noche los fines de semana se ha convertido en una costumbre contra la que muchos padres se declaran impotentes. Las reuniones en parques, jardines o plazas para beber y pasar el rato hasta la madrugada, la facilidad con la que los establecimientos dispensan bebidas a los jóvenes, las altas horas hasta las que permanecen abiertos bares y discotecas viernes y sábados, el regocijo con que se cuenta el lunes la resaca que uno o una lleva encima tras la “empalmada” o el “ciego” del fin de semana… son parte del paisaje habitual. Es aleccionador pasearse por nuestras ciudades a media noche un viernes o un sábado, y ver a nuestros jóvenes, ellos y ellas…

Pero también lo es que en muchos casos el horizonte de nuestros jóvenes se ha acortado de forma significativa. No se piensa a largo plazo. El criterio suele ser el del bienestar y la inmediatez: disfrutar, no sufrir, ver satisfechos mis deseos ya, sin dilación. Pero también se palpa por doquier el miedo a pensar a fondo, la incapacidad para asumir compromisos de por vida, la dependencia emocional de estados de ánimo y de estímulos de agrado/desagrado y, cómo no, la tristeza y el vacío existencial de los que se intenta huir una y otra vez.

La desesperanza no proviene sólo de que no abundan las expectativas de trabajo (el trabajo surge de la creatividad, de la constancia, del esfuerzo, del espíritu de sacrificio, de la búsqueda de metas e ideales valiosos…), sino de que faltan fuerzas para afrontar la incertidumbre y la frustración. Es elocuente que uno de los valores hoy en alza sea la “resiliencia”, la resistencia a la frustración; se demandan cursos y talleres para adquirir esta “habilidad” o “competencia” (como ahora se llama a las viejas y clásicas virtudes). Es verdad, nuestros jóvenes –y no pocos adultos- anhelan motivos para vivir, motivos para la alegría (esperanza) y recursos para adquirir fortaleza moral. Y también, quizás, desconocen modelos valiosos que imitar y que seguir.

Decía el psiquiatra Viktor Frankl que “quien tiene un para qué, es capaz de encontrar el cómo”. Tal vez las cosas van por ahí. Muchos jóvenes no encuentran motivos (motores, energía ilusionante, modelos y testigos) de vida y de esperanza.

Juan Bosco era un joven sacerdote, quería trabajar y era pobre, pero estaba lleno de Dios, de amor a la vida y de ingenio. Tenía motivos para vivir para dar y repartir. Su director, Don Cafasso, mira a lo lejos y ve nuevos tiempos, nuevos ámbitos de misión y evangelización, y le dice: “-Vaya y mire en derredor”. Quedó turbado: los adolescentes de Turín vagabundeaban por las calles sin trabajo, tristes, dispuestos a todo lo peor. Cuenta su discípulo Don Rúa: “Se tropezó con muchos jóvenes de todas las edades que vagaban por las calles y plazas… jugando, riñendo, blasfemando y haciendo de todo”. Si intentaba acercarse a ellos se alejaban desconfiados y despreciadores. Eran la consecuencia de un mundo que se venía abajo y de otro que empezaba a despuntar…

El joven Don Bosco acude a la cárcel, donde se hacinan montones de jóvenes desgraciados. Se vuelca con ellos, les habla de su dignidad de personas. Pero no siempre consigue vencer el desaliento. Un día, rompe a llorar. “-¿Por qué llora ese cura? –pregunta uno. –Porque nos quiere; también mi madre lo haría –le responde otro.”

Amigo lector: ¿sacamos la moraleja, tú y yo? Como Don Bosco, actuemos.

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