Educar entusiasmando

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La pista de despegue de una educación cabal es la admiración, el entusiasmo. Educar no es sólo enseñar a otro cosas que no sabe. Es ante todo hacer de él algo que no era. La tarea educativa de un laico arrastra una vida lánguida mientras no logra comunicar la llama del entusiasmo. Es el gran arte del educador humanista, su gran misión. Tiene que ser un excitador del entusiasmo.

Signo de mediocridad es carecer de entusiasmo, decía Descartes. No le falta razón: ¿Para qué te sirve el avión si no tienes combustible? Una cosa es mortal para el hombre: la indiferencia, que lleva al ocio y al pecado. El entusiasmo impulsa a la superación, remonta la apatía, lanza al esfuerzo. La brújula no basta para navegar, hacen falta los remos, y es el entusiasmo quien los mueve con regularidad y constancia.

El promotor de todas las empresas humanas grandes o pequeñas es el entusiasmo. El entusiasmo supone la creencia en la posible realización del ideal, creencia activa que se manifiesta por el esfuerzo. El mundo pertenece a los entusiastas, a esos espíritus reflexivos y serenos que alternan el «todavía no» con el «ya». El entusiasmo es necesario al hombre. Es el genio de las masas, y es para el individuo el que produce la fecundidad misma del genio. Los hombres que triunfan, las obras que se imponen, viven informados por una mística, por un ideal común amado con entusiasmo.

Una pedagogía inteligente cultiva y desarrolla el entusiasmo enseñando al discípulo a gozar de las grandes creaciones del arte y de la literatura en todas las épocas, y más en los modelos de belleza y equilibrio de la cultura grecolatina. «Recurre al humanismo enriquecedor, que por la asimilación viviente de las obras maestras despierta a la vez en el discípulo el sentimiento de admiración, por el cual la inteligencia se entrega incondicional, y el sentido crítico, que le permite juzgar del valor relativo de las cosas y autocontrolarse. Así el humanismo cultiva a la vez la sensibilidad del adolescente en lo que tiene de más espiritual y su razón en lo que tiene de más universal» (F. Charmot).

La escuela no es sólo un proyecto educativo, un diseño teórico. Es sobre todo forja que armoniza fe, cultura y vida, despertando el entusiasmo en el corazón de cada educando. Así, amando y entusiasmando, el maestro, en convivencia continua con el discípulo, como padre con el hijo, le persuade con el ejemplo y las palabras que para ser algo en la vida y salvar el alma para la eternidad, una síntesis armónica es precisa: cabeza de hielo que sabe pensar, corazón de fuego que sabe amar y mano de hierro —con guante de terciopelo o crin, según los casos— que sabe actuar.

Hora de los laicos

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