Un nuevo Pentecostés, unos nuevos primeros cristianos exige la Iglesia del posconcilio. Múltiples minorías de hombres y mujeres, levadura en la masa, que con “sus obras, preces y proyectos apostólicos, su vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y cuerpo, las molestias de la vida”, se conviertan en “hostias aceptables a Dios por Jesucristo”. Su ejemplo contagioso arrastrará a los incrédulos que nos rodean. Se harán también «hostias espirituales aceptables a Dios» y «adoradores en todo lugar, que obrando santamente consagren a Dios el mundo mismo» (Lumen gentium, 34). Esas múltiples minorías serán las chispas del gran incendio que tiene que producirse, de aquel Pentecostés vislumbrado por Pío XI un día del Espíritu Santo al otear en el porvenir un laicado en marcha.
Múltiples minorías que anuncian el clarear de un día sin ocaso. Preludian ese «nuevo Adviento de la humanidad» que avanza por el tercer milenio. Perseverando unidos en la oración con «María, la celestial Madre de la Iglesia, serán ‘testigos de Cristo hasta los últimos confines de la tierra’ (Hch 1,8), como aquellos que salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés». (Juan Pablo II)
La Iglesia reclama estos nuevos primeros cristianos en un momento estelar y decisivo en la Historia. La civilización, al colocarse bajo el control de la ciencia y de la técnica, ha roto con decisión los límites de Occidente. Está en camino de hacerse verdaderamente universal. La humanidad se unifica a pasos agigantados. El Imperio Romano, unidad política, cultural, lingüística, fue la preparación providencial en que se asentó una unidad más alta: la espiritual del cristianismo naciente. La nueva unidad que inicia la era técnica, ¿no podría acunar también a la Iglesia renacida en un Concilio, brindando alas al Evangelio que faciliten su expansión?
La Virgen, Madre de la Iglesia naciente en el primer Pentecostés de la Historia, lo volverá a ser en este posconcilio si la ayudamos a hacer surgir esas minorías. Está deseándolo. Su mensaje Lourdes-Fátima lo evidencia. Le preocupa la suerte del mundo, la salvación de sus hijos, nuestros hermanos. Pide nuestra colaboración para que se multipliquen esas minorías de hombres y mujeres que, como los primeros cristianos, conviertan toda su vida en plegaria incesante «perseverando unánimes en la oración con María, Madre de Jesús» (Hech 1,14). Y «el canto del amor y de liberación se elevará revestido de firmeza y coraje, se levantará en los campos y en las oficinas, en las casas y en las calles, en las familias y en la escuela». (Pío XII)
Juan Pablo II, el gran papa de la Virgen, no fiándose de nuestra inconstancia, ponía en sus manos el final desgarrado y esperanzador del segundo milenio: “Suplico sobre todo a María, la celestial Madre de la Iglesia, que se digne, en esta oración del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que formamos la Iglesia, es decir, el Cuerpo Místico de su Hijo Unigénito” (Redemptor hominis, 2).