En un reciente círculo de reflexión de profesionales católicos, compartía con todos nosotros una joven la idea, leída en algún escrito de Juan Pablo II, que le estaba sirviendo de pauta para serenar su vida ante la adversidad: «las cosas, no suceden por algo, sino para algo».
Ciertamente, no es un simple juego de palabras. Ante cualquier descarrilamiento de la normalidad, ante la ruptura del asidero que nos servía de soporte, ante el desgarro de una desaparición abrupta o de una separación inexplicable, etc., tratamos siempre de comprender, nos preguntamos ¿por qué? Ponemos nuestra inteligencia en funcionamiento para encontrar los anclajes racionales de lo sucedido. El simple hecho de encontrar esos anclajes parece tranquilizarnos. Comprender el porqué nos crea la ilusión de dominar y controlar los acontecimientos. Por el contrario, lo inexplicable, la falta de percepción de una relación proporcionada de causa-efecto, nos desasosiega porque nos produce sentimientos de vulnerabilidad, de poquedad, de desprotección y de impotencia. Se corre entonces el riesgo de caer en desesperanza, en rebeldía o en superstición al sentir a la razón tan a la intemperie. Y esa razón se revuelve pidiendo cuentas a Dios: «¿por qué?»; «¿por qué a mí?»; «¿por qué a los inocentes y a los pobres?»; «¿dónde estabas cuando te llamamos?»…
Pero hay otra perspectiva alternativa a la causalidad: es la de la finalidad o del sentido. La vida del hombre, ciertamente, tiene su causa en el Creador, pero Él ha querido poner en las manos del mismo hombre el dar sentido y dirección a esa vida al tiempo que la sostiene y la alienta con su Amor. Por eso la vida no es simplemente algo dado, sino también (sobre todo) ocasión para algo: oportunidad.
Por una parte, ante lo advenido, gozoso o adverso, sé que no soy un receptor pasivo, sino que, en tanto que hombre, tengo la capacidad de responder. Incluso la no respuesta y el abandono a la fatalidad es ya una respuesta. Alienante, pero respuesta. Preguntarse por qué me ha sobrevenido, frecuentemente no conduce sino a la melancolía estéril, a la auto-compasión complaciente. Está allí «para» algo. Ofreciéndome una oportunidad. Puedo mirar a la adversidad como un limitante o como un posibilitante. La libertad en bruto se nos presenta como capacidad de movimiento en todas las direcciones. La libertad fina y humanamente cultivada (Dios nos hizo de materia de libertad) es esa que penetra en estos fondos de la realidad: la que tiene la soltura de buscar un «para» con el cual domesticar y dar una dirección incluso a las miserias y a la contrariedad.
En el desarrollo de las especies habría una evidencia que viene a decir que solamente sobreviven y se desarrollan aquellas que han sido capaces de generar mecanismos de respuesta adaptada a los retos del hábitat. En aquellas otras en las que se ha adaptado el hábitat a la especie, se ha construido un zoo y en éste los individuos han perdido, no sólo la libertad, sino hasta la capacidad de supervivencia cuando regresan a la libertad.
Pero además (sobre todo), desde el pensamiento cristiano sabemos que Dios no hizo al hombre y al mundo, los «dio cuerda» mediante las leyes naturales y se despreocupó de su funcionamiento. No. Él sigue estando ocupado y preocupado por el hombre y por el mundo con la ocupación y la preocupación de un Padre. Desde este fundamento y desde esta presencia es estéril volverse a su rostro para preguntarle ¿por qué? cuando los acontecimientos se atraviesan. Esa es la pregunta que se puede hacer al policía que multa o al juez que condena sin razones comprensibles. Al Padre que ama y al que se quiere corresponder se le interroga por el «para qué». En esta pregunta hay búsqueda y hay disponibilidad. Hay indagación confiada acerca de los caminos que quiere Dios que transite, y hay disposición a recorrerlos en la seguridad de que conducen siempre al bien del hombre. Aunque, frecuentemente, las piezas no parezcan encajar en el rompecabezas de nuestras previsiones. Incluso con el paso del tiempo se puede ir intuyendo el pergeño del dibujo global. ¡Cuántas veces, entonces, es preciso dirigirse a Dios para decirle: «Gracias, Señor, porque no me concediste lo que en aquel momento te pedía»!
Lo que está en juego, pues, no es una operación cognitiva para tratar de comprender las razones de Dios. Lo que está en juego es la perspicacia para sentir, incluso en la adversidad, el cuidado de un Padre que ama. Cuántas veces hemos tenido que recordar la mirada angustiada de un hijo en manos del cirujano a quien hemos encomendado reparar su salud. Él en su pequeñez no comprendía el miedo y el dolor, pero la simple presencia y la caricia de la madre y del padre eran suficientes para tranquilizarlo y dotar de sentido aquello que no lograba comprender. Faltaban las razones, pero había un para qué.