Todavía no se les había quitado el susto. Los discípulos acababan de desembarcar con Jesús al otro lado de Galilea, cuando se les acercó corriendo y gritando un personaje con facha impresionante: no vestía ninguna ropa, se hería con piedras y vivía entre sepulcros. Muchos demonios anidaban en él.
Pero la ciudad cercana tampoco ganaba para sustos: tras un estruendo enorme, mezcla de gruñidos de puercos y chapuzones, los vecinos, extrañados, corrían a ver qué pasaba. Y en éstas se cruzan con un tercer grupo de aterrados: eran los porquerizos que mientras huían, referían a quienes iban atropellando que sus cerdos se habían lanzado despeñadero abajo y se habían ahogado…
Cuando los vecinos llegaron a la orilla vieron asombrados al endemoniado: estaba vestido, en su sano juicio, sentado a los pies de Jesús. Se daban cuenta de que aquel galileo le había expulsado los demonios, devolviéndole su dignidad… Pero en lugar de mostrar admiración y aprobación, rogaban a Jesús que se marchase de su comarca. Así que el Señor, sin haber alcanzado Gerasa, volvió a la barca… En la orilla quedaban el endemoniado curado, y más lejos, sus vecinos…
Y de pronto, el sanado pidió a Jesús ir con él… Pero Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: “Vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo” (Mc 5,19). Termina el pasaje evangélico diciendo que proclamó por la Decápolis lo que Jesús había hecho con él, y que “todos se admiraban”.
Avanzamos veinte siglos y miramos a nuestro mundo. Muchos de nuestros ambientes (empresas, centros de estudio, medios de comunicación, parlamentos…) no difieren apenas de Gerasa. Siguen rogando a Jesús que se aleje. Prefieren vivir entre sus cerdos –con perdón– (léase estatus, costumbres, diversiones…), a que el Señor entre en sus planes. Jesús y sus representantes no son admitidos… ¿Qué hará Él entonces? ¡Enviará de nuevo a quienes ha curado y devuelto su dignidad! Éstos serán presencia clandestina del Señor en su ciudad. No les rechazarán, porque son de los suyos.
Ahí entramos tú y yo. ¡Cuántos de nuestros ambientes se cierran al Evangelio! Pero no a ti y a mí. Somos presencia clandestina de Jesucristo en sindicatos, centros de trabajo, comunidades de vecinos, agrupaciones profesionales, asociaciones de padres… Es nuestra grandeza como laicos. Somos puente: somos de Cristo y somos del mundo.
En estas páginas podrás asomarte a los testimonios de un buen puñado de laicos que siguen dando a conocer hoy cuanto Dios ha hecho con ellos: en casa, en el hospital, en el taxi, en la radio… Y es que los laicos –con palabras y hechos–, proclamamos por toda la ciudad la alegría del Evangelio. Y aunque no siempre lo veamos, como en la Decápolis entonces, “todos se admiran”.