¡Tengo sed! (Jn 19,28)
Querido padre Morales:
Ya ha comenzado usted a vivir. Así era como le gustaba llamar a lo que todos llamamos muerte. Y está usted gozando en ese cara a cara con Dios, de lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni el corazón del hombre es capaz de comprender.
Padre, ahora que está usted al ladito de la Virgen, cerquita de San José y sumergido en la Trinidad de Dios, le pido en mi nombre y para todos los que lean esta meditación, nos alcance la gracia de vivirla.
¡Señor Jesús! Desde la soledad de los sagrarios tu corazón nos grita como un día en la cruz: ¡Tengo sed! Y tu lamento nos hiere, porque estás solo. ¿Cómo hemos podido dejarte solo a Ti, que has querido compartir con nosotros tu naturaleza divina y te has hecho hombre para poder disponer de nuestra hechura humana?
Hace años leí en los periódicos, cómo un famoso cantante había gritado a sus» fans» en el parque de los Príncipes de París: «Estoy solo. Me siento muy solo. ¿No habrá aquí alguien que quiera compartir mi soledad?» Y miles de voces y brazos femeninos se alzaron para estallar ensordecedores como una tormenta: «Yo, yo, yo…».
Y tú sigues lamentándote de tu soledad, de tu abandono en la Eucaristía y en el corazón humano. Buscas quien te consuele y no lo encuentras… Pero no puede ser cierto, no debemos consentir que lo sea. Desde nuestra pequeñez queremos hacer algo por saciar tu sed. Nos ofrecemos a hacerte compañía. Te entregamos lo único que tenemos nuestro, nuestra nada y toda nuestra miseria, Así te damos el gran gozo de completar lo que falta a tu misericordia.
Y nos ofrecemos a gritar contigo a los otros que nos rodean: A los que no se acercan a ti, porque es tanto el ruido en que viven envueltos que no pueden escuchar tu voz. O a los que escuchándola no la entienden por tener el corazón apresado en criaturas que les encandilan pero que no les llenan. Estamos seguros de que vendrán a ti, si nosotros vamos a ellos desde nuestra miseria.
Creen que no tienen nada que ofrecerte, Dios todopoderoso que lo tienes todo menos sus pecados; todo menos sus miserias. Y eso es lo que pides en tu soledad. Y esa es la sed que te devora en la cruz y te aflige en los sagrarios. Esta es la sed por la que viniste a buscar lo perdido y por la que llevas veinte siglos esperando generación tras generación. Es la misma sed que hace a tu Madre exclamar: «¡Oh vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor!».
No, no grites más. Basta ya, Dios mío. Ten desde ahora todo lo que deseas. Toda la miseria humana la recogemos en nuestras manos y te ofrecemos, desde Adán y Eva hasta el último hombre y mujer de los tiempos. Y te entregamos nuestros labios para gritar contigo: Venid, vosotros los ricos en miserias a colmar la sed de un Dios que muere en soledad ofreciendo misericordia. ¿Quién no tiene algo que ofrecer para saciar la sed de este Jesús, Señor y Dios nuestro, abandonado en la cruz, olvidado en los sagrarios y que en Belén nos abre sus bracitos ofreciéndonos lágrimas de amor no correspondido? Contempladle y escucharéis: «No me importan las miserias, lo que quiero es amor. No me importan las flaquezas, lo que quiero es confianza».
Querido Padre Morales: acabo con unas líneas que usted me escribió hace bastantes años y creo que pueden animar a muchos: «Has empezado a bajar a tu nada y esos días en Gredos te habrán venido bien para descubrir que sólo Él es el Único. Pido a la Virgen que sigas descendiendo hasta tocar fondo para vivir cada día más para Él solo, y no dejes de pedir eso mismo para mí y para todos. Sólo si captas tu pequeñez e insignificancia, serás eficaz a la mayor gloria de Dios».
Muchísimas gracias por todo, padre
(Agua viva, revista Hágase Estar, diciembre 1994)