Católicos y vida pública

Lo que el alma es al cuerpo

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Señor, ¿por qué no haces algo para que el mundo cambie y mejore?

Te he hecho a ti, respondió el Señor.

Vivimos en una época en la que los dioses han muerto y aún no ha nacido Dios. Margarita Yourcenar trata así de describir el ambiente cultural y moral que impregna la sociedad romana apenas cien años después de la muerte de Cristo. La falta de esperanza, la pérdida de valores, la capacidad de sacrificio que habían caracterizado al pueblo romano empezaba a descomponerse.

Un clima similar respiramos en este comienzo del siglo XXI. Los principios sólidos sobre los que habíamos asentado nuestra existencia parecen haberse disuelto. Ya no hay instituciones, valores, ni criterios sólidos. Es una sociedad líquida, donde lo más sólido de nuestras creencias y valores se ha tornado escurridizo, difícilmente aprehensible y mucho menos demostrable. Hoy no sabemos qué es la patria, qué es el matrimonio o la diferencia natural entre hombre y mujer. No solo eso, se condena a quien se atreva a proclamar el simple deseo de averiguarlo, y, más aún, a manifestarse en contra de la dictadura de lo políticamente correcto.

Junto a esta niebla del pensamiento está la atonía de la voluntad. Ya no es habitual el compromiso sólido y duradero que mantiene la palabra dada por encima de las dificultades. La hipocresía de la virtud ha sido sustituida por la hipocresía del vicio. Antes, quien no era virtuoso, debía parecerlo. Hoy, quien no es libertino debe fingir serlo. Antes, quien no era católico, debía simular. Hoy, quien es católico, debe disimularlo.

Hoy podríamos decir que Dios ha muerto y no tenemos esperanza de que vuelva a nacer. Peor aún, como señaló Nietzsche: Hemos matado a Dios y miles de dioses ocupan su lugar.

Hace ya algunas décadas que los espíritus más despiertos nos alertaron de la anestesia espiritual de Occidente. Decía Chesterton que lo malo de esta época no es que el hombre no crea en Dios sino que cree en cualquier cosa. Han vuelto los ídolos de barro, el becerro de oro, pero también, la soberbia y sus compañeros capitales. El hombre actual ha perdido la conciencia de pecado y está orgulloso de ello.

Resulta también preocupante la fuerza con que irrumpe, unas veces de modo pacífico y otras violento, el Islam. Desengáñese, el hombre no puede vivir sin ideales. Europa no puede vivir sin Dios. Ustedes han perdido su vitalidad, se han vuelto descreídos, sus mujeres estériles, sus creyentes descreídos, sus iglesias son aburridas y no atraen. Es nuestra hora. Somos la respuesta que Europa necesita por vitalidad, por firmeza, por creencia. Es la hora del Islam.

Quien así hablaba, apenas hace unos años, es un clérigo islámico, moderado y con gran predicamento en su comunidad, incluso en la vida pública española. Sus palabras en aquel momento sonaban a bravuconadas, hoy deben ser, cuando menos, motivo de reflexión y, para un cristiano, una llamada de alerta.

Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? El grito evangélico es más actual que nunca; por ello urge despertar del largo letargo en el que estamos sumidos los cristianos. Así lo señalaba hace más de treinta años el P. Morales: La raíz más profunda de la crisis que atraviesa el mundo, de la inseguridad que nos amenaza en todo momento y nos asedia por todas partes, hay que buscarla en esta deserción de los bautizados que, en medio del mundo, dejan de ser fermento para convertirse en masa amorfa (Hora de los laicos, 1984).

Dificultades del despertar de los laicos

No es fácil que los laicos cristianos asuman el protagonismo que les corresponde, la mayoría de edad, la capacidad de pensar y actuar por cuenta propia. Las llamadas de alerta se suceden desde el Vaticano II en distintos documentos: Lumen gentium (nn. 31-37), Christifideles laici, Evangelii gaudium, entre otros. A pesar de ello, no se ha producido el deseado despertar del laicado.

Parte de la dificultad está en la propia Iglesia, en su clericalismo paralizante. En nuestra historia reciente parece que la costumbre es siempre ir detrás de los curas: o con palos o con velas. Es el clericalismo español que, aunque en vía de extinción, aún permanece en algunas parroquias y en muchos cristianos. El lugar del laico no es la sacristía, sino el sagrario para “cargar las pilas” y la vida ordinaria, la sociedad civil, para gastarlas. Los cristianos no debemos oler a incienso sino a ovejas, como ha señalado, de un modo plástico, el papa Francisco.

El otro peligro es el laicismo que, como nueva religión, implanta su modo de pensar único y despótico en todos los ambientes. Se respeta la religión en lo que tiene de etnográfico, de cultural —no siempre es así—, con tal de que no se tome en serio y no sea un modo radical de transformarse y de transformar la sociedad en la que vivimos.

La expresión común más aceptada, y en parte asimilada por muchos católicos, es que la religión pertenece al ámbito privado. Cualquier manifestación externa y, por supuesto, la evangelización intrínseca que se exige a todos los cristianos, queda prohibida. Ni siquiera en los centros de identidad cristiana y, a veces, en acciones de pastoral y de caridad se permite exteriorizar esos signos.

Como acertadamente ha señalado recientemente una política no creyente: ¿Por qué, me pregunto —y es una pregunta retórica—, hacer propaganda ideológica es correcto, y evangelizar no lo es? Es decir, ¿por qué ir a ayudar al prójimo es correcto cuando se hace en nombre de un ideal terrenal, y no lo es cuando se hace en nombre de un ideal espiritual? Y me permito la osadía de responder: porque los que lo rechazan lo hacen también por motivos ideológicos y no por posiciones éticas (Pilar Rahola. Discurso del Domund, 2016).

Con ser fuertes estas dificultades externas, tal vez las tentaciones más peligrosas provienen del propio interior: el miedo a confesar la fe, la incoherencia entre nuestras creencias y el modo de comportarnos. Los miedos, las inseguridades, la falta de fe profunda nos esterilizan.

Motivos para la esperanza: católicos en la vida pública

Bastaría la palabra del evangelio, saber que el Señor estará con nosotros hasta el fin de los tiempos, para llenarse de esperanza. Pero así como la creación en cierto sentido es incompleta esperando la participación del hombre, también la corredención requiere de nuestro esfuerzo. Dios quiso que fuéramos semejantes a Él también en la creación y la redención. Por eso es necesario nuestro esfuerzo.

A veces lo que nos debilita en nuestra misión es asumir la evangelización como comerciales de una ideología en cuya cuenta de resultados debemos anotar cuántos actos piadosos hemos organizado, asistido o a cuánta gente hemos convencido de ello. Convertirse en organizador de diversiones o manifestaciones de carácter cristiano, aun siendo a veces necesario, no es la clave de la presencia del católico en la vida pública.

El Cristianismo no es una ideología sino un acontecimiento personal: el encuentro con Cristo, una persona histórica, pero a la vez Hijo de Dios que desde la eternidad nos amó, pensó en nosotros, sabía de nuestras debilidades, de nuestras miserias, pero que por eso, tiene debilidad por nosotros. Este encuentro personal hay que revivirlo cada día en la oración. Cuando se parte de esa radicalidad de amor gratuito ya nada ni nadie puede preocuparnos. Me llamaste y quebrantaste mi sordera… gusté de ti y ahora siento hambre y sed de ti. Me tocaste y desee con ansia la paz que procede de ti” (San Agustín. Confesiones X, 27).

Santa Teresa de Jesús, fascinada de la humanidad de Cristo nos recuerda la facilidad con que podemos mantener ese contacto personal a través de la oración y la eucaristía: ¿Quién nos quita estar con Él después de resucitado pues tan cerca le tenemos en el Sacramento?

El laico cristiano necesita, cada vez más, volver a la fuente del encuentro personal si quiere irradiar su alegría y convertir los corazones de los que le rodean.

Una vez fortalecido con la oración y la eucaristía, el laico cristiano es un poste repetidor de la gracia y del amor de Cristo. En primer lugar, con la ejemplaridad en el lugar de trabajo ordinario, ya sea el oficio más humilde o anodino o en el de mayor responsabilidad y notoriedad. No es la grandeza del oficio sino el modo de ejercerlo con alegría, con entrega, lo que da valor al trabajo.

El ámbito laboral o profesional es, para la mayoría de los laicos, el modo, a veces discreto pero eficaz, de evangelizar; donde, con frecuencia, el encuentro personal da ocasión a abrir horizontes, a ayudar a que este mundo se convierta de salvaje en humano y de humano en divino (Pío XII).

Evangelizar las estructuras

El laico cristiano vive en el mundo sin ser del mundo (P. Morales). Debe cristianizar las realidades temporales porque nuestro mensaje no es sólo de salvación trascendente sino de transformación de este mundo, dando preferencia a los pobres y necesitados, tanto materiales como espirituales.

La primera realidad que evangelizar es la propia familia, reflejo de la Trinidad (Amoris laetitia, n. 11). La familia, a pesar de todo y de los ataques sistemáticos que sufre, sigue siendo la institución más valorada. Es el nicho ecológico, donde mejor se desarrolla el ser humano, el lugar natural y espontáneo donde mejor se evangeliza, aunque a veces, temporalmente, no sea vean los frutos. Al igual que la herencia genética, también la herencia cultural forma parte del ADN de nuestros hijos y el Señor hará brotar, en tiempo oportuno, la semilla que en la familia reciben.

La defensa de la familia requiere además una defensa pública de sus derechos. Por ello el laico cristiano tiene que exigir de los poderes públicos no sólo el respeto a sus derechos sino las protecciones de la misma a través de cuantos recursos sean necesarios, como la pieza clave, que es, del desarrollo personal y social.

A partir de ahí, el laico no puede ni debe estar sólo. Más que conveniente es necesario que participe en comunidad de su fe. Ya sea la parroquia, medio habitual, las asociaciones apostólicas, los movimientos cristianos o los distintos voluntariados, el laico comparte, fortalece y expande la gracia recibida.

El laico debe estar presente en cuantas realidades temporales, instituciones o ámbitos crea necesario y estén a su alcance. Entre el miedo paralizante y la imprudencia temeraria, el laico cristiano que vive en democracia sabe que, como demócrata comprometido, tiene el derecho de exponer sus convicciones, a la vez que, como católico adulto, tiene el deber de comunicarlas. Convencido de que la concepción del mundo y de la sociedad que ha recibido es la mejor para la organización de la vida en común, está en la obligación de comunicarla y de organizar la sociedad a la luz de esos principios.

Su presencia en cualquiera de estos ambientes debe manifestar la humildad propia de un hombre de bien, pero con el sano orgullo de quien se siente seguro de que su condición de cristiano es una propuesta llena de júbilo para cualquier persona y para la sociedad. El laico cristiano debe recordar las palabras de San Ignacio: El demonio se muestra fuerte con los débiles y débil con los fuertes. La sana fortaleza, el saber de quién me he fiado, es fundamental para el cristiano en medio de un mundo indiferente, cuando no hostil, al cristianismo.

Muchos son los instrumentos que se ofrecen al laico católico: asociaciones, sindicatos, partidos políticos…; ninguna institución es ajena a la acción de un católico que debiera participar en cuantas les sea posible. Especial interés tienen hoy día las redes sociales, donde el laico cristiano debe estar presente, en la medida de sus posibilidades, generando opinión, apoyando las iniciativas que considere beneficiosas, difundiendo las buenas prácticas, documentos, realizaciones audiovisuales, etc., que ayuden a humanizar este mundo y a difundir el evangelio.

Conclusión

Hoy no vivimos en una época de cambios sino un cambio de época, ha señalado el papa Francisco. La gravedad de nuestros tiempos es que parece que se han disuelto los pilares fundamentales sobre los que se ha asentado Occidente: vivimos sobre los restos de un naufragio producido por la muerte de Dios.

Para ello se necesita que nosotros, laicos católicos, seamos capaces de despertar del largo letargo, asumamos la alegría de nuestra condición de bautizados y comuniquemos la buena nueva. De nosotros depende más que nunca una sociedad más justa y una nueva evangelización más sencilla pero más profunda y auténtica.

Dicho en pocas palabras: Los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo…Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado; del que no les es lícito desertar (Carta a Diogneto).

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