Christopher Huntington: un convertido por la voz de la autoridad

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Catedral de Colonia Foto: Thomas Wolf, www.foto-tw.de
Catedral de Colonia Foto: Thomas Wolf, www.foto-tw.de

En tiempos convulsos, perturbados por ideas sociales o políticas insólitas, la mirada hacia la Iglesia católica, hacia la roca que es Pedro y sus sucesores, puede ser determinante para la conversión de quien sinceramente anhela y busca la verdad.

Es el caso de nuestro personaje, que se vio inmerso en los preludios del nazismo, en la Alemania de los años 30 del pasado siglo. Su nombre, Christopher Huntington. Nació en 1911 en Manhattan (distrito del condado de Nueva York, USA). Era el menor de los tres hijos de una ancestral familia episcopaliana. En su infancia y niñez se afianzaron firmemente sus sentimientos y creencias religiosas, los cuales sin duda cultivó a lo largo de su vida.

Se graduó (licenciatura) cum laude en la universidad de Harvard en 1932, desplazándose a Alemania para completar estudios, donde permaneció hasta 1935, momento en que Hitler se proclamó Führer del tercer Reich. A su regreso a los Estados Unidos se doctoró en Filología alemana, en la universidad de Harvard, en el año 1936.

Al poco de llegar a Alemania quedó pasmado por el denominado «Cristianismo positivo», tema incluido en el Programa Nacionalsocialista y que era en definitiva la doctrina de una nueva iglesia creada por los nazis, capaz de superar en su mentalidad la brecha entre el catolicismo y el protestantismo. La idea era armonizar los dogmas nazis con las creencias espirituales, algo que se mostró aconsejable para no espantar inicialmente a las bases creyentes.

En 1933 Christopher leyó los valientes sermones de Adviento del cardenal Faulhaber, arzobispo de Munich, quedando gratamente impresionado. En ellos el cardenal afirmaba la necesidad del Antiguo Testamento, y con ello la necesidad de la tradición judía a favor de la religión cristiana.

Más aún, un año después, el 8 de septiembre de 1935, Christopher pudo escuchar por radio, asombrado, el sermón del cardenal Faulhaber titulado «Luz y tinieblas». Paciente e intrépidamente, con exactitud, el cardenal presentó las tinieblas del nuevo paganismo alemán a la luz de Dios, de Cristo y de la Iglesia. Y todo ello apoyándose en el texto paulino: «¿Qué tienen en común la justicia y la maldad?, ¿qué relación hay entre la luz y las tinieblas?, ¿qué concordia puede haber entre Cristo y Belial?, ¿qué pueden compartir el fiel y el infiel?» (2Cor 6,15). El pecado, la Redención y la Cruz fueron presentadas como las tres piedras de escándalo donde tropieza cada pagano en su camino hacia Cristo.

Quedó Christopher admirado, no por la realidad de la pertenencia del cardenal a la Iglesia católica, sino por su pertenencia a Cristo y la valiente proclamación de su divinidad en medio de aquel ambiente nazi.

Por la proximidad a su domicilio (en Colonia, donde residía), Christopher podía asistir cada domingo al templo de la Iglesia anglicana o a la catedral católica. Y el contraste no podía ser mayor. Los predicadores anglicanos eran prudentes, detallados y muy agudos, pero no hablaban nada acerca de la tensión local, ni se referían a ella en ningún sentido. Preocupados estos ministros por la continuidad de la vida de su iglesia, defendían su derecho a hablar y su deber sagrado de mantener una organización libre de la interferencia del Estado.

Por el contrario, en la catedral católica el sacerdote empleaba toda su energía, domingo tras domingo, en desarrollar una sola tesis: Hitler, Rosenberg y Goebbels andaban errados. Con una claridad y una precisión admirables citaba el capítulo y versículo de la Escritura para rechazar las enseñanzas nazis acerca del origen, naturaleza y destino del hombre, al tiempo que mostraba las enseñanzas de la Iglesia sobre los mismos. Hablaba dando muestras de una extraordinaria seguridad en sí mismo y de una autoridad indudable, exentas de toda arrogancia.

Incipientemente nació así en Christopher la gran cuestión: ¿en qué se fundamenta la autoridad con que habla la Iglesia católica? A dar con la solución de esta pregunta consagró su inteligencia, su estudio, sus investigaciones. Sin duda, como él mismo escribió: «Llevé conmigo a mi regreso a Estados Unidos el descubrimiento de que, por lo que se refería a Alemania, Roma estaba cumpliendo el deber de la verdadera Iglesia». Y sus reflexiones, lejos ya del escenario de los acontecimientos, le fueron convenciendo de que el cardenal Faulhaber y el predicador de la catedral de Colonia le habían hecho descubrir una gran realidad: la presencia «real» de la Iglesia de Cristo, entidad viviente con personalidad para enfrentarse con cualquier problema de la vida.

Comenzó así a explorar un nuevo mundo de libros, revistas y folletos acerca de las enseñanzas católicas. Leyó, por ejemplo, lo que habían publicado Pío XI y el cardenal Hayes acerca del control de natalidad y se percató agradablemente de su objetividad. Después leyó obras de Christopher Dawson, historiador inglés convertido al catolicismo en 1914, quien propuso que la Iglesia católica medieval fue un factor esencial en el nacimiento de la civilización europea, escribiendo extensamente para sostener esa tesis.

Después fueron sucediéndose lecturas en profundidad: La esencia del catolicismo, de Karl Adam, la Enciclopedia católica (Edición de 1913), y las obras del cardenal Newman (Apologia pro vita sua, El asentimiento religioso y El desarrollo de la doctrina cristiana).

Finalmente llegó el momento de entrevistarse con un sacerdote. Y acudió al P. John B. Grellinger, recién ordenado, que llegó a ser obispo de Green Bay en 1949. Dejemos la palabra a Christopher para narrarnos cómo fue ese encuentro:

«Se hallaba él en su estudio rezando el breviario. Yo, convencido de que los sacerdotes no sabían nada de la Iglesia episcopaliana, empecé por decirle con cierto énfasis que aunque había asistido a misa todos los días en su capilla, también iba regularmente a mi iglesia episcopaliana los domingos, y estaba en la idea de que era mucha suerte que ambas tuvieran igual validez. No obstante, bien persuadido yo de que él no compartiría conmigo el contenido de esas últimas palabras mías, era por lo que yo estaba allí para que me diera su parecer.

Cuando supo lo que yo había leído, le pareció que era mucho y bueno, y me indicó que leyera la Vida de santa Catalina de Siena, de Jorgensen, libro que él tenía sobre la mesa. Después, en pocas, reposadas, escogidas y extraordinariamente firmes palabras, me dijo que toda tentativa para comprender algo del catolicismo debía tener un triple fundamento: creer en Dios, creer que Cristo es el Hijo de Dios y creer que Cristo, como Hijo de Dios, había fundado la Iglesia. Entonces me entregó un ejemplar del Catecismo de Baltimore y un folleto, titulado El P. Smith instruye a Jackson, sugiriéndome que los leyera ambos totalmente cuando me viniera bien, y después le preguntara cuanto yo quisiera. Al salir de su habitación, vi que volvía a tomar el breviario».

Y prosigue en sus reflexiones:

«Si no se ha dejado sentir presión alguna en el ánimo de un presunto candidato al catolicismo, fue entonces. No hizo él tentativa ninguna para convencerme de nada, tan solo contestó tranquila y cortésmente a mis preguntas, y me dio una breve exposición de lo que es el pensamiento católico. Ninguna vehemencia en sus palabras, nada de curiosidad en sus explicaciones. Lo que hizo fue, en definitiva, otorgar lo que se pide respetando la libertad ajena».

La lucha entre la luz y las tinieblas se apoderaba fuertemente de Christopher. Y nuevamente acudió al sacerdote exponiéndole sus dudas. Y este le dio cuatro reglas para el proceso de investigación de la verdad. Primera regla: Purificar el entendimiento hasta estar seguro de que no se busca otra cosa más que la verdad. Si se llevan adelante los estudios con algún fin interesado o construyéndose algún sistema de excusas, el ideal de las investigaciones no es puro. Segunda regla: Comprobar todos los hechos que sea posible. Tercera regla: Recapacitar sobre ellos. Y cuarta regla: Orar. Rogar constantemente, rogar por la pureza de las intenciones, rogar para encontrar el camino recto.

En la fiesta de la Asunción de año 1937, en la iglesia parroquial de Sta. Lucía en Racine (Wisconsin) ante el altar mayor, y arrodillado frente al P. Grellinger, Christopher Huntington hizo su profesión de fe en la Iglesia católica.

Iniciada la II Guerra Mundial, sirvió a su país como teniente de Inteligencia Naval, en tareas de traductor. Y tras la misma, sintiendo la llamada de Dios al sacerdocio, inició los estudios correspondientes, que culminaron con su ordenación en 1952. Desarrolló su actividad pastoral en la iglesia de S. Luis (Great Neck), en el Seminario de S. Pío X (Uniondale), en la catedral de la Inmaculada Concepción (Douglaston, NY) y en la iglesia de la Santísima Trinidad de East Hampton, NY. Murió pacíficamente el 10 de marzo de 2000, a los 89 años, en su residencia en Kendal de Hanover, (New Hampshire).

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