Es, con el “Jesusito de mi vida”, la primera oración que de pequeños aprendimos casi todos: “Ángel de mi guarda, dulce compañía…” Y por eso, tal vez, pensamos que “eso de los ángeles” es cosa de niños; o que nosotros, tan serios, tan atareados, tan adultos… tenemos que tener los pies pegados al suelo. Y tal vez, también, se nos escapa: “¿Ángeles…? Bah, disquisiciones…”
Pero la Iglesia reserva dos festividades -29 de septiembre, san Miguel, san Gabriel y san Rafael; 2 de octubre, ángeles custodios- para que recordemos que ellos son un modo muy concreto de la cercanía de Dios en nuestras vidas, en la de cada uno, y para que les demos gracias, como es de bien nacidos. Son personas importantes, ante Dios y para nosotros. Son testigos de lo invisible, de lo espiritual y de lo eterno en nuestras vidas. Y están pendientes de nuestra salvación. Esa es la razón por la cual hemos querido también dedicarles nuestro tema de portada.
Dios ha asignado a cada ser humano un ángel para protegerle y facilitarle el camino de la salvación mientras está en este mundo. En la Escritura se puede observar cómo Dios se sirve de sus ángeles para proteger a los hombres.
No les hacemos mucho caso, seguramente. Somos a veces tan racionalistas… Pero a menudo, cuando alguien se salva inexplicablemente de un daño cierto, solemos decir que seguro que su ángel de la guarda la ha echado una mano. De vez en cuando también, como ocurre en algún testimonio recogido en estas mismas páginas, alguien te cuenta que ha vuelto a la fe, o que ha experimentado una presencia de Dios muy especial y gratificante, precisamente cuando ha tenido una “conversación de tú a tú” con su ángel de la guarda… Hay incluso quien le pone un nombre para tratarle con más familiaridad y confianza. Y lo bueno es que, ciertamente, a veces, no te explicas cómo, pero… sí, notas que está contigo, cargado de paciencia, cómplice de tu deseo de ser mejor, y a pesar de todo. También se puede pedir favores especiales a los ángeles de la guarda de otras personas para que las protejan de determinado peligro o las guíen en una situación difícil.
Su misión de “custodios” es acompañar a cada hombre en el camino por la vida, cuidarlo, protegerlo del mal y guiarlo en el difícil camino hasta llegar a Dios. Se puede decir que es un compañero de viaje que siempre está al lado de uno, mientras trabaja, mientras descansa, cuando se divierte, cuando reza, cuando le pide ayuda y cuando no se la pide. No se aparta de él ni siquiera cuando pierde la gracia de Dios por el pecado. Le prestará auxilio para enfrentarse con mejor ánimo a las dificultades de la vida diaria y a las tentaciones que se presentan en la vida.
Es bueno tener en cuenta a los ángeles y volver a tratarles con delicadeza y confianza, entre otras cosas también para que no nos creamos demasiado autosuficientes. Pensar en ellos es reconocer que necesitamos ayuda, mucha ayuda. “Ángel de Dios, que yo escuche tu mensaje y que lo siga, que vaya siempre contigo hacia Dios, que me lo envía…. Testigo de lo invisible, presencia del cielo amiga…” (Himno de la Liturgia de las horas).
Pero es que además, hay otros ángeles, los ángeles caídos, los demonios, de los que tampoco debemos olvidarnos, ni fiarnos. Entre otras cosas porque ellos no descansan, y porque su labor consiste en hacernos creer que no necesitamos a Dios, y por lo tanto nos incitan a desobedecerle. La cosa podría llevarnos a una discusión más o menos bizantina, a no ser porque las consecuencias de esa labor nefasta son terribles y empíricamente constatables.
Si alguno piensa que la amistad con nuestros ángeles es algo secundario, que haga la prueba. Que intente hacer amistad con el suyo, y luego… ya nos contará.