El mal de nuestros tiempos

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Atonía de la voluntad es la enfermedad de todas las centurias, pero podemos afirmar que es el mal de la época. Los adelantos técnicos y científicos que deberían contribuir a fortalecerla haciéndola más reflexiva, tenaz y emprendedora, contribuyen, para la mayoría, a hacerla más indolente y apática. El progreso material desvinculado del espiritual influye negativamente en nuestro espíritu. La civilización exclusivamente material, al prescindir de los valores necesarios para la vida individual, familiar o social, priva también al hombre de su forma genuina de pensar, juzgar y actuar. Le aprisiona en sus espirales y le contagia esa ligereza superficial, esa inestabilidad permanente propia de la materia.

El ambiente burgués en que nos movemos, la vida consumista que llevamos, la incitación continua al goce y placer material mediante estímulos sensoriales tan atractivos y variados en espectáculos, en la misma escuela, nos debilitan la voluntad, nos la raptan sin darnos cuenta. No entendemos ya lo que significa renuncia, sacrificio, cumplimiento del deber, abrirnos a los demás. El egoísmo más brutal desplaza el amor.

El rapto de la voluntad se parece a la asfixia por intoxicación de gas. Es lento, pero muy eficaz. Una idea falsa lo favorece. Mirando lo que hace la mayoría, medimos frecuentemente nuestra inserción en el mundo por nuestra capacidad de gozar las comodidades que nos ofrece. Nos sentimos estimulados a ello por la variabilidad y disponibilidad de las conquistas de la técnica. Nos parece absurdo renunciar a algo, tememos pasar por anacrónicos o excéntricos. Nos reclinamos con gusto sobre el peligroso cojín de las comodidades que la civilización nos procura erosionando nuestra voluntad.

Miedo al sacrificio, a abandonar nuestra vida cómoda. Lo denuncia un escritor contemporáneo: «El cristiano occidental, cristiano por costumbre, podrá ser justo y honrado, pero fecundo no lo será. Es un burgués, y los burgueses son estériles. Les falta la corona de espinas. Tienen que persuadirse de que no es en el equilibrio del mundo burgués, sino en medio de los truenos apocalípticos donde renacen las religiones. Sin sepulcros no hay resurrección… La Roma neroniana se transformó en la Roma de los Santos Padres» (W. SCHUBERT, Europa y el alma del Oriente). El mundo puede también hoy transformarse si los bautizados, llenos de amor a Dios y a los demás, perdemos el miedo a comprometernos viviendo el Evangelio.

Hora de los laicos

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