Forma parte de la condición fundamental del hombre el ser interpelado por la realidad. El animal simplemente se siente instigado (por eso hablamos de instinto) por ella y le es suficiente con dejarse conducir por ese impulso instigado para realizar su existencia. Pero el ser humano se siente indefectiblemente interrogado por lo real, y depende de cuál sea la respuesta que dé en cada momento a esa apelación para conseguir una existencia lograda o malograr su existencia. Es por esta razón por la que resulta de capital importancia la actitud que se adopte frente a la realidad.
Hay una forma de evasión y de falta de respeto a la realidad sobre la que ya he escrito en este rincón en el que me da generoso hospedaje “Estar”: me refiero a la huida medrosa a través de la utopía, del idealismo desarraigado, del deseo compulsivo –quizás narcisista- de perfección. (Me contaron de un monje medieval que quiso ser santo y se introdujo en el desierto; quiso ser aún más santo y penetró más allá; y cuantas más ansias de santidad experimentaba, más lejos se iba… Hasta que un día se sorprendió saliéndose por el otro extremo del arenal…). Como dice C. Magris acerca de la utopía, con sólo levadura no se hace pan, aunque se necesita un poco de levadura para hacer el pan.
El ideal, empeño capital en la pedagogía del P. Morales, creo que ha de ser ideal en el tiempo, ideal en la historia, ideal en la carne, si es que no se pretende desactivarlo por arrinconamiento en el “topos uranus” platónico, asilo de las ideas puras.
Somos muchos, por ejemplo, los que nos hemos sentido llamados a vivir el ideal del amor en el matrimonio y ello nos condujo al compromiso de fidelidad con una mujer. Pero el ideal del amor, la mujer con quien lo vivimos y el compromiso lo son en el tiempo, en la historia individual y colectiva de los dos. En el momento de afirmar mi entrega entusiasta al ideal, afirmo mi disposición a aceptarlo –no podría ser de otra manera- con sus obligadas contingencias en el tiempo y en la historia. ¿Justificaría la pretendida fidelidad al ideal del amor en el que he decidido vivir, el abandono de la mujer con la que me comprometí, para unirme a otra porque el tiempo y la historia han cambiado nuestros comportamientos, nuestras sensibilidades, nuestros talantes, etc.?, ¿o más bien la entrega comprometida incluía –consistía en- la aceptación de las mutaciones y los traspiés que el tiempo nos produce hasta el punto de asumirlas como mías, aunque pertenezcan al devenir individual del otro?
Me parece un síntoma de madurez interiorizar que el ideal no se asume de una vez para siempre y que en cada momento histórico hay que abrazarlo tal como se nos presenta y empujarlo, como Sísifo su propia piedra, para evitar que se nos eche encima y nos aplaste. El desencanto no tiene por qué oponerse al ideal o a la utopía, sino que ha de convertirse en soporte en tanto que corrector de la misma.
Alegar desencanto porque, con el paso del tiempo las cosas no son como eran o como se creía que habían de ser, y ampararse en el desencanto para des-com-prometer la promesa con el ideal y abandonar, es situarse como débiles niños enfermos de “ricopatía”, pobres niños ricos que se sienten permanentemente acreedores de la historia sin el menor atisbo de responsabilidad ni deuda con la misma.
No son pocos los que, ante los escandalosos comportamientos de algunos miembros más o menos relevantes de la Iglesia, han adoptado actitudes de distanciamiento (yo no soy de ellos…), de desilusión o de huida tras el burladero de la autenticidad y de fidelidad a supuestas esencias intemporales. Sin embargo, intuyo que ser Iglesia es asumir la historia de todos y cada uno de sus miembros, como se asume la historia familiar sin excluirse de la misma, por deshonrosa que sea, para sostenerla y purificarla. Esto también estaba en el “pack” del compromiso con el ideal del bautismo.
Educar, pues, suscitando grandes ideales exige comenzar por enseñar al educando a reconocer, respetar y ser leal con la realidad. A tener la valentía de mirarla a los ojos sin huidas, ni por la comodidad ni por la utopía, aceptándola tal como nos es dada para bonificarla. Ante lo real, solamente puedo preguntarme cómo quiero yo que llegue a ser después de preguntarme y encontrar respuestas acerca de lo que es. Proteger al educando joven de esa tendencia a las alharacas y a las manifestaciones gesticulantes del hombre prometeico que pretende hacer de su vida una espectacular representación épica, para aquietarse en el “fiat” mariano de la prosaica cotidianidad. ¿Ideales? Sí, pero ideales en el tiempo, ideales en la historia, idealistas con los pies en la tierra.