El más hermoso rostro de la Iglesia

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Mira que a veces nos ponemos críticos con todo, o casi todo, y también con la Iglesia, que es un deporte de práctica muy general. Y cuando andamos en este plan, solemos ser muy duros con ella, porque venimos a juzgar el comportamiento de tal o cual persona, o de tales o cuales grupos, o del clero, o de los obispos, o qué se yo. (O sea, los demás. A menudo se nos olvida practicar aquello de los golpes de pecho, poniendo nuestros fallos y deficiencias por delante; no, suelen ser más bien los demás los que dan mal ejemplo…).

Total, que, mirando el lado humano de nuestra madre la Iglesia, concluimos que, como decía Martín Descalzo, “este batallón de mediocres, que somos la mayoría, no representa lo que Jesús quiso dejar en el mundo”.

Pues seguramente será verdad. Pero no es toda la verdad, ni mucho menos la parte más importante de la verdad. A lo mejor un día nos llevamos la gran sorpresa. Porque, como vuelve a decir el recordado escritor y sacerdote, “por fortuna, dentro de ese batallón de mediocres florecen con bastante abundancia los santos, que son, ellos sí, el rostro más hermoso de la Iglesia, la honra de nuestra fe, los que nos permiten presentarnos ante el mundo sin demasiada vergüenza”.

Ellos son nuestra vanguardia, una legión inmensa de hombres y mujeres cuya vida y cuya muerte -coronación de su vida- demuestran que Cristo no luchó en vano. Santos conocidos y desconocidos, grandes figuras que asombraron al mundo y gente humilde que sólo iluminó una casa, una familia o un pueblo. Reyes y labradores, madres de familia heroicas y políticos honestos y prudentes, pontífices señalados y humildes religiosos, abuelos y abuelas laboriosos y niños inocentes, mártires de la sangre y del gris anonimato cotidiano. Muchos de ellos pecadores sin adornos, al estilo del buen ladrón. Son nuestros mejores amigos, el tesoro, el más hermoso rostro de la Iglesia.

Y lo mejor de los santos, seguramente, es que como suele decirse, no sólo son admirables, sino también imitables. Es lo de san Ignacio de Loyola: “Si ellos lo hicieron, ¿por qué yo no?” Porque no eran de una raza especial. Aunque suene a paradoja podría decirse que no tenían “madera de santos”… tuvieron muchos de ellos caídas y recaídas, sólo que no se cansaron nunca de estar empezando siempre para intentar agarrarse con todas sus fuerzas a Cristo.

El III Encuentro Laicos en Marcha, que ha tenido lugar en Getafe como un inicio de este Año de la Fe, ha venido a recordarnos esa gran verdad que el Concilio Vaticano II anunció a los cuatro vientos, y que es, ni más ni menos, la moraleja del Evangelio: “Todos los fieles cristianos de cualquier condición y estado… son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 11). Es la llamada universal a la santidad.

Pero si somos llamados, es que podemos. Dios, decía Juan Pablo II, no llama a los capaces, sino que hace capaces a los que llama.

Hemos elegido para el tema de portada de este número un texto precioso del siervo de Dios P. Tomás Morales, pensado y escrito para servir de meditación ante la solemnidad de Todos los Santos, con la que comienza este mes. La conmemoración de los amigos de Dios, que son también nuestros mejores amigos, nos dé impulso para vivir con “temple martirial”, como los primeros cristianos.

Vivamos este Año de la fe, todos y cada uno, estemos donde y como estemos, agarrándonos con fuerza a Cristo. Hemos sido llamados, convocados a participar de la belleza de su rostro.

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