Especialistas en generalidades

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En el paisaje de nuestra cultura actual están presentes dos perfiles intelectuales contrapuestos que contribuyen sobremanera a la distorsión de la realidad: Abundan, por una parte, las locuaces víctimas de la «cultura de zapping»: saben casi nada de casi todo. Por otra, se nos presentan los admirables «especialistas»: saben casi todo de casi nada.

Los primeros son, en buena medida, el producto de una concepción educativa escolar que ha convertido la enseñanza en ejercicio de seducción y en espectáculo de entretenimiento. El currículo viene a ser una yuxtaposición de áreas de conocimientos diversos, de espacios optativos, de experiencias múltiples de aprendizaje. Los contenidos de las correspondientes áreas, asignaturas o materias huyen de la sistemática, del conocimiento fundado, de los procesos ordenados de un pensamiento generativo. Frecuentemente se limitan a conocimientos «flash», a contenidos-«varié tés». La aportación de la historia, el saber de los clásicos, el saber hacer de los genios que nos han precedido, la generación de un principio o de una fórmula se han ido arrumbando al cuarto de los trastos viejos e inservibles en los programas escolares. La escuela se ha contagiado de la cultura del «clip», del «single», del «spot», y algunas materias ya no son sino eso: un «clip» de Biología, un «single» de Literatura, un «spot» de Historia…

Cualquier ocurrencia del alumno se celebra como un destello de creatividad. Y antes de que el maestro comience a hablar, habrá quién le objete con el fin de que le aplaudan su espíritu crítico. En su afán de que el educando se encuentre cómodo ante los aprendizajes y comprenda con facilidad, no faltan educadores que trivializan los conocimientos, los desmigajan, los despojan de sus contenidos sustanciales hasta convertirlos en error o mentira.

Esta triste cultura de microondas practicada en las aulas y reforzada por los medios de comunicación de masas a quienes la escuela imita, van configurando un perfil de ciudadano irreflexivo, fanfarrón, presuntuoso, osado, jactancioso y atrevido en sus juicios. Y es precisamente su osadía, al parecer, la que les faculta para elevar la voz ahuecada en el ágora y sentar cátedra.

Un razonamiento sólido, bien ensamblado y de mediana profundidad les viene a resultar como una piedra en los zapatos. Por eso terminarán haciendo apología y uso del razonamiento (?) emocional, sustituyendo el pensamiento por el «sensamiento»; la verdad, por la opinión; la opinión, por la «posse».

En el extremo opuesto nos encontramos con el especialista. Su profundo saber es, en el mejor de los casos, tanto como su profunda ignorancia. Su parcela de conocimiento suele ser tan restringida y la atención intelectual a la misma tan concentrada, que suelen tener en oscuridad el resto de la realidad. Es el precio que muchos de ellos han tenido que pagar por la especialización.

La cultura y la sociedad son deudoras nunca suficientemente agradecidas de sus aportaciones. Sin embargo, conviene mantener al especialista a raya de sus saberes. Cuando formula proposiciones que exceden el ámbito de su especialización, dichas proposiciones pueden ser tan inanes e insustanciales como las de las dicharacheras comadres de la solana del pueblo. El premio Nobel de Literatura no autoriza -no da autoridad- para pontificar en el espacio de la ética. Por mucho conocimiento que haya llegado a poseer el palenteólogo acerca de aquellos primeros humanos de Atapuerca, su opinión acerca de la intención (o no intención) original del universo es tan irrelevante como la de cualquier otro ciudadano de mediana ilustración. De necedad (ne scio) cabe calificar el atrevimiento de quien inflado por sus conocimientos científicos, jurídicos, tecnológicos, o por sus habilidades artísticas, se permite hurgar en todos los espacios de la vida social, política, religiosa, con arrogante ánimo discente.

San Agustín advertía de no comprometer el acceso a la fe cristiana de los científicos no creyentes, presentándoles interpretaciones contrarias a la ciencia como datos de fe. Es enorme, por tanto, la molestia y tristeza que causan estos cristianos temerarios cuando con ligereza inaudita y falsedad evidente recurren a los libros sagrados para defender sus posturas.

Pero a continuación advierte también a «quienes inflados con el aire de las ciencias mundanas discuten lo consignado en la divina Escritura como algo tosco y sin ciencia, repriman su ímpetu y sepan que todas esas cosas han sido expuestas para alimentar a todos los corazones piadosos», aunque más peligroso es todavía, dice, el error de los hermanos que, «cuando al oír disertar copiosa y sutilmente a estos no creyentes sobre los números de los cuerpos celestes o sobre cualesquiera cuestiones de los elementos del mundo», sin defensa, suspiran juzgándose inferiores a esos grandes hombres, y desde entonces, no toman sino «con fastidio los libros de saludable piedad y, en lugar de sacar de ellos el agua de la vida eterna, apenas si los soportan ya con paciencia, aún más, los aborrecen».

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