Newman y el laicado

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El cardenal J. H. Newman (1801-1890) va a ser beatificado por Benedicto XVI durante su visita al Reino Unido. Es una ocasión estupenda para conocer de cerca a esta gran figura, de quien Pablo VI afirmó: «A menudo la obra de un teólogo sólo da frutos plenos en la Iglesia mucho tiempo después de su muerte. Cuando se analice la cuestión en profundidad, se verá que el Concilio Vaticano II fue el concilio de Newman».

En el siglo XIX los fieles laicos eran habitualmente considerados en la práctica como cristianos de segunda fila, menos perfectos que los sacerdotes y religiosos. La espiritualidad cristiana no tomaba suficientemente en cuenta la importancia de la familia, el trabajo, el estudio, o las responsabilidades civiles en la vida pública, p. ej., como medios de santificación.

Newman, con la mirada puesta en la Iglesia primitiva, se apartó de una mística elitista y vio que también los seglares estaban llamados a la santidad y que su función en la Iglesia era esencial. Por ello dedicó gran parte de su trabajo a la promoción del laicado y a la mejora de su formación. Era su deseo expreso la consolidación de «un laicado no arrogante, ni precipitado en sus palabras, sino hombres (y mujeres) que conozcan su religión, que entren en ella, que sepan dónde están, que sepan lo que sostienen y lo que no, que conozcan su credo tan bien que puedan dar razón de él, que sepan tanta historia que lo puedan defender. Quiero un laicado inteligente, bien instruido. Deseo ampliar su conocimiento, cultivar su razón, para lograr una visión de ¡a relación de una verdad con otra verdad, para aprender a ver las cosas como son, para comprender cómo fe y razón están una junto a otra, cuáles son las bases y principios del catolicismo«.

Newman consideraba que el apostolado de los laicos abarcaba de lleno el campo de lo público: «Los cristianos se apartan de su deber,… no cuando actúan como miembros de una comunidad, sino cuando lo hacen por fines temporales o de manera ilegal; no cuando adoptan la actitud de un partido, sino cuando se disgregan en muchos. Si los creyentes de la Iglesia primitiva no interfirieron en los actos del gobierno civil, fue simplemente porque no disponían de derechos civiles que les permitiesen legalmente hacerlo. Pero donde tienen derechos la situación es distinta, y la existencia de un espíritu mundano debe descubrirse no en que se usen estos derechos, sino en que se usen para fines distintos de los fines para los que fueron concebidos. Sin duda pueden existir justamente diferencias de opinión al juzgar el modo de ejercerlos en un caso particular, pero el principio mismo, el deber de usar sus derechos civiles en servicio de la religión, es evidente. Y puesto que hay una idea popular falsa, según la cual a los cristianos, en cuanto tales, y especialmente al clero, no les conciernen los asuntos temporales, es conveniente aprovechar cualquier oportunidad para desmentir formalmente esa posición…. En realidad, la Iglesia fue instituida con el propósito expreso de intervenir o (como diría un hombre irreligioso) entrometerse en el mundo. Es un deber evidente de sus miembros no sólo asociarse internamente, sino también desarrollar esa unión interna en una guerra externa contra el espíritu del mal, ya sea en las cortes de los reyes o mezclada entre la multitud. Y, si no pueden hacer otra cosa, al menos pueden padecer por la verdad, y recordárselo a los hombres, infligiéndoles la tarea de perseguirlos.«

El Concilio Vaticano II reconoció la gran trascendencia y amplitud del apostolado de los laicos, y la vocación universal a la santidad. Esta enseñanza ha sido desarrollada especialmente en la exhortación apostólica Christifideles laici de Juan Pablo II. A nosotros toca hacerla vida y vocación efectiva.

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