Es frecuente que, ante el espectáculo del implacable avance de los años hacia la senectud, los espectadores más discretos y bienintencionados, en vez de poner de manifiesto las mermas y carencias del anciano, apelen a la supuesta experiencia adquirida por el paso de los años y, en consecuencia, a una suerte de sabiduría orgánica connatural a las canas y a las arrugas.
Sin embargo, es preciso insistir en el hecho de que el frívolo y superficial puede vivir un siglo completo sin adquirir experiencia. Ésta, en esencia, no es sino realidad reflexionada. Lo sustancial, pues, no es la realidad vivida: lo que produce experiencia y sabiduría es la reflexión sobre la realidad vivida. Los años, los aconteceres, pues, nos pueden enseñar para mejorar o nos pueden degradar.
Esta era la lección que leíamos hace unos días con un pequeño grupo de adolescentes militantes visitando en Salamanca la ruta del Lazarillo. Es la historia del muchacho que transita desde la inocencia a la desvergüenza, como antes había transitado el ciego hasta llegar a la desconfianza y a la crueldad. La vida, vivida desde la inercia, desde la simple supervivencia defensiva, sin reflexión y sin intención de dirigirla, no queda bonificada por el paso del tiempo, sino que tiende naturalmente a malearnos.
Y la reflexión es preciso hacerla al declinar de cada día en un balance evaluador confiado y esperanzado en el Dios que nos sostiene sobre el eje de una cuestión fundante y fundamental: ¿Para qué me sucede hoy esto? Ello me enseñará a buscar y a dar sentido a cuanto ocurre y me ocurre. Reflexión que es conveniente hacerse sin buscar los burladeros de la responsabilidad ajena: la familia que tocó en suerte, la situación económica, los educadores profesionales, la sociedad, etc. Cualquier contratiempo, todo “handicap”, es una oportunidad de construirse y apela a la reserva de libertad de la que todo ser humano dispone, incluso en las situaciones más adversas.
Calderón de la Barca en El gran teatro del mundo se plantea el dilema libertad-predestinación, tan vivo en las disputas teológicas de la época. Su propuesta, siguiendo la tesis del jesuita P. Molina, salva siempre la libertad humana. Como en una representación dramática, el director (Dios) reparte los papeles a cada uno: éste hará de rey, este otro de mendigo, aquél de noble, el de más allá de villano, etc. Es cierto que el papel nos es dado. En ello no hay mérito alguno. Cada cual queda instalado en una circunstancia de la que no es responsable. Pero lo relevante no es el papel asignado, sino cómo se representa en el gran teatro del mundo o de la vida. Y eso sí es responsabilidad del actor. Puede haber una desastrosa representación de rey y una apoteósica interpretación de mendigo.
Esto forma también parte sustancial de lo que en alguna otra ocasión hemos denominado en estas páginas “educación para la realidad”. Ante la realidad de cada día no nos podemos esconder ni con utopías evasivas ni con proyecciones negacionistas. Una educación en espíritu de exigencia, de combatividad, de voluntad reflexiva y de constancia supone mirar de frente a los ojos de la realidad, aguantar firmes su mirada y volver a empezar, si es preciso. Sólo así se adquiere experiencia y, quizás, hasta sabiduría. Y para ello no es preciso esperar a peinar canas.