Puede parecer que el tema de portada de este mes es algo abstracto o rebuscado. Demasiado “intelectual”. No se engañe el lector. Es cosa bien concreta e importante, una de las propuestas más insistentes de Benedicto XVI para el diálogo entre religiones y culturas, para el encuentro, en suma, entre las personas que comparten algo muy importante: el ser hijos de Dios, aunque muchos no lo sepan o no lo quieran.
Los últimos papas han advertido del nefasto avance del relativismo en la vida y en el pensamiento. ¿Cómo escapar de su aciaga dictadura? Mirando sin complejos ni autoengaños al ser de las cosas, y especialmente a la huella de verdad, belleza y bien que se encierra en el ser humano. Hay una ley escrita en el corazón de todo hombre y mujer, una inclinación al bien que nos sirve de criterio. San Pablo afirma la existencia de una ley moral no escrita, que está grabada en nuestros corazones. Y el Santo Padre ha recordado en fechas recientes que todos los hombres estamos capacitados para reconocer las exigencias de la naturaleza humana inscritas en la ley natural. Nuestras leyes positivas, añadía el pontífice, deben inspirarse en ella. Y advertía que “si se niega la ley natural se abre el camino al relativismo ético y al totalitarismo”.
Pero hay también una herida en nuestra naturaleza. Y por eso es preciso purificar nuestra mirada racional, y servirse cuando sea preciso de la luz de las verdades reveladas.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de esa ley natural, que incluye los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral, que se basa en el orden de las cosas creadas y en la singular dignidad de todo ser humano. Está expuesta, dice, en sus principales preceptos, en el Decálogo. Esta ley se llama natural porque “la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana” (cfr. n. 1955).
Benedicto XVI recuerda que si por una ceguera de las conciencias el escepticismo y el relativismo ético llegaran a oscurecer los principios fundamentales de la ley moral natural, “el mismo ordenamiento democrático quedaría radicalmente herido en sus fundamentos. Contra este oscurecimiento, que es la crisis de la civilización humana, antes incluso que cristiana, es necesario movilizar a todas las conciencias de los hombres de buena voluntad, laicos o pertenecientes a religiones diferentes al cristianismo, para que juntos y de manera concreta se comprometan a crear, en la cultura y en la sociedad civil y política, las condiciones necesarias para una plena conciencia del valor innegable de la ley moral natural”.
Cuando el ser de las cosas -basado en el orden establecido por el Creador- no es tenido en cuenta como referencia para el obrar humano, se produce una seria desorientación que hace precarias e inciertas las opciones de la vida de cada día. Como es lógico, tal extravío, afecta de modo particular a las generaciones más jóvenes, que en un mundo de confusión y expuesto a múltiples manipulaciones deben encontrar las opciones fundamentales para su vida.
Tal vez alguno piense que en tiempos de pragmatismo galopante la moral no pinta nada. Y es cierto que la dura competencia por los primeros puestos, por las calificaciones necesarias para acceder a determinados estudios, por triunfar en el trabajo o los negocios, no va a desaparecer. Pero cuando un joven o una joven se presenten a una entrevista para pedir un trabajo, serán las virtudes de honradez, iniciativa, responsabilidad, lealtad, sensatez, laboriosidad, etc. las que contarán. O cuando un hombre o una mujer tengan que afrontar problemas familiares, cívicos o de conciencia profesional, por ejemplo, serán los criterios, hábitos y disposiciones morales los que iluminarán sus decisiones. No desdeñemos nuestra formación moral. Estamos llamados a ser luz.