Clausura del XXII Congreso de Amigos de la Ciudad de Dios
(14.10.1984, Pozuelo de Alarcón —extracto—)
Llevo treinta y tres años dedicados absolutamente a Dios en el campo de la juventud, la estructura más necesitada en la sociedad actual, y entendí que para llegar a esa juventud tenía que ser santo.
Durante años he ido aspirando a la santidad, pero a medida que han ido pasando, me sentía como más lejos de aquella santidad proyectada y deseada en mí inicialmente. Salía de mí un lamento a lo san Pablo contra el “aguijón de la carne”: me he quejado, y por tres veces se me ha dicho: mi gracia te basta. Pero yo no quería admitir que la santidad es un camino de imitación de Cristo desnudo, que me exigía quedarme estrictamente crucificado, sin nada. Quería tener algo en las manos: quería trabajar por Cristo, quería ver mis propios éxitos, mis propias virtudes, mi superación cada día, y cada día masticaba mi tragedia.
Un día comprendí que cuando opones tu voluntad frente a la de Dios, te fabricas una cruz de contradicción; pero cuando pones los brazos extendidos, y a esa voluntad vertical extiendes tu voluntad horizontal y dices «hágase» como la Santísima Virgen, entonces esa unión de voluntades da paz y ya no eres tú quien actúa. Es a Él a quien te entregas.
Entonces pedí: ¡Oh Señor!, cuando llegue el momento de la eternidad quiero entrar con las manos vacías. Quiero ser una pura alabanza de tu gloria, quiero no quitarte nada de ella, quiero cambiar mi concepto de santidad. Yo quería presentarte mis manos llenas de almas, cosas, trabajos por Ti. Quiero reducirme a la nada.
¡No sabía lo que pedía! Yo tenía una enfermedad: artrosis degenerativa progresiva. Al poco tiempo empezó aquella artrosis a manifestarse con más fuerza, hasta que un día me encontré con que yo (que pensaba que para exigir a los jóvenes tenía que ir por delante de ellos, subiéndoles a las cumbres, hablándoles allí de horizontes grandes) fui con ellos a la montaña con un gran esfuerzo, pero ellos subieron a las cumbres, y yo tuve que quedarme abajo en el valle. Solo, en silencio, me sublevaba ante aquello. ¡Dios había aceptado mi ofrecimiento!
Fui a un campamento en Gredos. Hice un esfuerzo grandísimo para llegar hasta el Circo de Gredos, a dos mil metros de altura. Iba pensando por el camino: Señor, me estás concediendo lo que te pedí; “voy a llegar a la laguna grande con tu fuerza, pero llego con las manos vacías, llego sin macuto, sin carga, sin nada”. Yo estaba en el último lugar, pero me sentía más cercano a Jesús.
Al día siguiente se iniciaron las marchas, que durarían tres o cuatro días. Uno de aquellos amaneció el Circo de Gredos con unas nieblas inmensas que retrasaron la salida. Por fin fueron levantando un poco las nubes y los chicos se fueron a las cumbres. Yo me quedé en el sitio del campamento, y en uno de los momentos en que miré a las cumbres vi un grupo de mis muchachos que iban por unas peñas camino de un abismo. Ellos, desde arriba, no se daban cuenta. Iban buscando un camino para descender a la laguna, por unos precipicios. Entonces, con toda la fuerza de mis pulmones, empecé a gritarles hasta que ellos se dieron cuenta. ¡Subid un poquito! ¡No bajéis! ¡Os despeñaréis! Subieron más a la derecha y luego descendieron. Entonces me di cuenta de que un alma, haciéndose pequeña, bajando, puede subir y hacer subir a otros