Jeroglífico…

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Jeroglífico
Jeroglífico

La vida consagrada en pleno mundo es un jeroglífico indescifrable para los que no tienen fe. Paradoja irrealizable para cuantos olvidan que Cristo crucificado —escándalo para los judíos (cristianos a medias) o locura para los gentiles (incrédulos)— es fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados (I Cor 1,23-24).

Extremos a primera vista inconciliables: estar en el mundo sin ser de él. Esta presencia milagrosa entraña el cuádruple prodigio que aflora tu vocación laical.

Primero: vivir plenitud divina en soledad humana. La madreperla se abre solitaria en las profundidades del océano ocultando su belleza. Marchas tras las huellas del Salvador, compartiendo Su vida divina —de Su plenitud nosotros todos recibimos (Jn 1,16)—, en el mayor abandono humano sensible y espiritual —Padre, ¿por qué me has desamparado? (Mt 27,46)—. Te comprometiste a esto y lo sellaste con promesa definitiva. Deseabas hacerte «en el padecer algo semejante a este gran Dios nuestro, humillado y crucificado, pues que esta vida, si no es para imitarle, no es buena» (S. Juan de la Cruz).

Segundo: vivir íntimamente presente en medio de los hombres y misteriosamente ausente. Inmerso en el oleaje de las realidades temporales, compartiendo las preocupaciones de tus hermanos, pero adorando a Dios, conservando la serenidad, navegando a velas desplegadas cara a la eternidad. El sol se oculta a veces entre nubes misteriosas, pero su influjo permanece siempre activo. Así eres tú.

Tercero: ser contemplativo en la acción despegando el corazón de las ocupaciones que te absorben y de las personas que te rodean. Vivir bajo la mirada del Padre contemplándole con amor de hijo, siempre en actividad, pero en adoración continua. Rectitud y pureza de intención para agradarle a Él solo, sin buscar contento propio. En el mar, cuando nadas, te vas alejando, separando, y sacas la cabeza para orientarte buscando el objetivo. No te dejas arrastrar por el oleaje.

Cuarto: mantenerte en el torbellino de las pasiones conviviendo con los hombres, sin evadirte del mundo y sin dejarte arrastrar por él. Vivir sustrayéndote al ritmo alternante de la marea, pero sin salir del mar. Ser roca y no corcho. Estar en el río y resistir a la fácil y seductora tentación de añorar otra consagración en la Iglesia o dejarse llevar por la corriente.

Este cuádruple prodigio que entraña tu vida cruzada no lo alcanzarás sin corazón virginal en soledad martirial. La Virgen un día forjó el alma de san Juan Bautista. Ella quiere prolongar la Visitación de entonces en el alma de cada cruzado para hacerle también heraldo de Cristo, precursor de Jesús. Quiere que tu corazón viva en esa soledad virginal y misteriosa de las flores que se abren en los picachos de las montañas.

Tesoro escondido

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