Por José Javier Lasunción
Las Jornadas Mundiales de la Juventud o, simplemente, JMJ son un evento católico de máxima repercusión global e informativa por su asistencia juvenil e internacionalidad. Los datos cuentan y estos son asombrosos: en Manila (Filipinas), en 1995, se batieron los récords Guinness de presencia simultánea en un lugar, con sus cinco millones de asistentes. Pero es que aun las cifras más bajas son todo un éxito: 500.000 jóvenes se reunieron en Santiago de Compostela, en 1989, y un número similar en Sidney (Australia), en 2008.
La JMJ nació de la mano de dos pastores creativos, a finales del siglo XX, san Juan Pablo II y el cardenal Pironio: combina la audacia evangelizadora y el sentido escénico de masas del papa y el afán de actualización y de alumbrar la esperanza en los signos adversos del cardenal argentino, entonces presidente del Pontificio Consejo para los Laicos.
Su gestación abarca el año de la Redención de 1984, con la gran concentración del Jubileo de la juventud en el Domingo de Ramos, y el Año Internacional de la Juventud, decretado por la ONU en 1985, en que, de nuevo, cientos de miles de jóvenes volvieron a reunirse en la plaza de San Pedro ese mismo domingo. En la primera ocasión, el papa entregó a los presentes una gran cruz de madera para significar «el amor del Señor Jesús por la Humanidad». Tras la segunda concentración, el papa convocó la I JMJ diocesana al año siguiente.
En ella, el 23 de marzo de 1986, san Juan Pablo II dijo: «“La Jornada de la Juventud” significa precisamente esto: salir al encuentro de Dios, que entró en la historia del hombre mediante el misterio pascual de Jesucristo. Y quiere encontraros antes a vosotros, jóvenes. Y a cada uno quiere decir: “Sígueme”».
Desde entonces, cada año se celebra la JMJ en todas las diócesis católicas en el Domingo de Ramos y, a partir de 2021, en el domingo conclusivo del año litúrgico, solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Pero la imagen icónica de la JMJ la constituye la concentración internacional trienal.
La primera se realizó en 1987 en Buenos Aires y la última se celebrará en agosto actual en Lisboa. Entre medias, otras trece JMJ han marcado, en buena medida, la imagen pública del catolicismo en el mundo.
Salvo África, todos los continentes han celebrado su JMJ: por razones históricas y económicas, Europa se lleva la palma y en ella, España y Polonia han organizado dos Jornadas, mientras que Francia, Italia y Alemania han organizado una. América del Norte, con dos Jornadas, Latinoamérica con tres y Asia con una han sido sus sedes.
La JMJ tiene sus símbolos: aquella cruz de 1984 es la cruz peregrina de la JMJ o la cruz de los jóvenes. A ella san Juan Pablo II añadió, en 2003, un símbolo mariano, el icono de la Virgen Salus Populi Romani, que la representa como Madre con el Niño en su regazo.
Las JMJ han cumplido muchos objetivos. Señalo tres principales:
a) Evento de fe: «Me gustaría mostrarle a la juventud mundial qué bello es ser cristiano», proclamó Benedicto XVI en Colonia (2005), en su primera JMJ. La JMJ no es un happening cristiano sin más, no; es una experiencia integral de fe católica:
—Habla al corazón del joven, ayudándole a orar, enseñándole a rezar comunitariamente en la liturgia eucarística y en la devoción del viacrucis y, personalmente, en el silencio de la adoración al Santísimo;
—educa su conciencia, con cuidadas catequesis y reflexiones, en un clima de diálogo, y promueve la participación en el sacramento de la reconciliación como aliado imprescindible del crecimiento espiritual;
—cultiva las virtudes cristianas como camino de humanización: en la JMJ se vive la solidaridad, la austeridad y la alegría, insertas en experiencias únicas de música, arte y amistad;
—crea comunidad, apiñando a los jóvenes en torno al magisterio de papa, y fortaleciendo los movimientos y comunidades locales, de donde proceden los jóvenes de la JMJ y a donde retornan para fructificar en la vida ordinaria la fe profesada y vivida en la concentración internacional, que se convierte así en un hito en su vida cristiana.
b) Acontecimiento de esperanza: los jóvenes son la esperanza del mundo y la Iglesia confía en ellos. «Los jóvenes no buscan una Iglesia que se las dé artificialmente de joven, sino una Iglesia joven de espíritu, una Iglesia que deje entrever a Cristo, el hombre nuevo», exhortó Benedicto XVI a los obispos alemanes en el contexto de la JMJ de 2005. Por eso, la JMJ se articula en torno a una propuesta evangélica de vida, extraída de un texto bíblico, para reflexionar, discernir y comprometerse. Como en Panamá (JMJ 2019), el papa Francisco quiere para Lisboa una referencia mariana, porque como escribió en su invitación a esta JMJ: «¡El momento de levantarse es ahora! ¡Levantémonos sin demora! Y, como María, llevemos a Jesús dentro de nosotros para comunicarlo a todos».
Y los jóvenes muestran con entusiasmo su adhesión a la Iglesia. ¡Cuántos jóvenes han renovado su compromiso con la santidad y el servicio a la sociedad en estos encuentros! ¡Cuántas vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa en toda su amplitud han brotado en la JMJ!
c) Experiencia de globalización, porque expresa la catolicidad, el rostro multicultural y universal de la Iglesia. Una explosión de vitalidad, alegría, música y colorido como solo los jóvenes pueden hacer. En un ambiente de fraternidad, acogida y civismo que para sí quisieran otro tipo de eventos juveniles. En suma, una experiencia de globalización, de la buena.