Teresa de Lisieux: la fortaleza de la debilidad

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Teresa de Lisieux
Teresa de Lisieux
«En esta noche, en la que Él se hizo débil y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y valerosa»

La iconografía que se nos ofrece de Teresa de Lisieux (se la representa como una joven religiosa que sostiene un crucifijo rodeado de rosas), favorece más una imagen piadosa que puede situarse muy lejos de la verdad de esta mujer fuerte y femenina a la vez.

Yo lo escojo todo

Teresa tiene cuatro años. Su hermana Leonia ha decidido abandonar sus juegos de muñecas y se los ofrece a sus hermanas menores. Celina escoge algunas cosas, mientras que Teresita se queda con el resto, afirmando: «¡Yo lo escojo todo!».

Este insignificante episodio de mi infancia —escribe— es el resumen de toda mi vida. Más tarde, cuando se ofreció ante mis ojos el horizonte de la perfección, comprendí que para ser santa había que sufrir mucho […]. Entonces, como en los días de mi niñez, exclamé: “Dios mío, yo lo escojo todo”. No quiero ser santa a medias[1].

Yo era demasiado atrevida[2]

Teresa experimentó desde muy pequeña la vocación a la vida consagrada y se decidió por el Carmelo, donde ya habían profesado sus hermanas Paulina y María.

Pero una cosa es decidirse y otra conseguirlo antes de la edad reglamentaria. Todo su entorno se opuso a sus pretensiones: su tío Guerín, el superior del Carmelo, el obispo de Bayeux a quien su padre escribió y luego visitaron (para esta ocasión, ella se recogió el cabello en un moño a fin de parecer mayor. ¡Tenía 14 años!). Tampoco surtió efecto la petición personal hecha al papa León XIII, quien, tras escucharla, la despidió con un «si Dios lo quiere, entrará»[3].

Pero como «la fortuna ayuda a los audaces» (Virgilio), a finales del año 1887, el obispo le concedió la deseada autorización. Cuatro meses después ingresó en el Carmelo, donde vivirá heroica y silenciosamente los nueve años que le quedaban de vida en los que consumó su «carrera de gigante», haciendo y dejando hacer a Dios.

¡Haciendo!: «Cuando se quiere alcanzar una meta, hay que poner los medios para ello»[4]

No tengo otra forma de demostrarte mi amor [a Cristo] que arrojando flores, es decir, no dejando escapar ningún pequeño sacrificio […], aprovechando las más pequeñas cosas y haciéndolas por amor[5].

El amor en Teresa se traduce en pequeñas obras. Aprovechar, sin cansarse, los mil detalles de cada día:

Soportaba con heroica paciencia que la estorbasen […]. Nos decía: tener pensamientos sublimes, componer libros, escribir vidas de santos, no vale tanto como la acción de responder cuando os llaman. Lo he practicado así, y he sentido la paz que de ello se deriva[6].

Me gustaba plegar las capas que dejaban olvidadas las hermanas y prestarles todos los pequeños servicios que podía[7].

¡Dejando hacer a Dios!: «Sólo me guía el abandono»[8]

Lo más profundo de su fortaleza interior lo manifestó en las grandes pruebas que padeció: la enfermedad de su padre, a quien tanto amaba; la suya propia y su estado interior de aridez y desamparo espiritual.

La enfermedad de su padre, que lo condujo a la pérdida de sus facultades mentales, fue una tortura dolorosísima para el corazón de Teresa, su «reinecita»:

Nuestro padre querido bebería el más amargo, el más humillante de todos los cálices […]. ¡¡¡No, ese día ya no dije que podía sufrir todavía más…!!![9]

Su propia enfermedad, la tuberculosis, se fue manifestando en una debilidad y cansancio permanentes hasta que dio la cara la noche del Jueves Santo de 1896:

Apenas había apoyado mi cabeza sobre la almohada, cuando sentí como un flujo borboteando hasta mis labios. […] Como nuestra lámpara estaba apagada me dije a mí misma que tendría que esperar hasta la mañana para cerciorarme […]. La mañana no se hizo esperar mucho […]. Acercándome a la ventana, pude comprobar que no me había equivocado […] ¡y mi alma se llenó de una enorme alegría![10]

Pero hizo de su enfermedad un arma apostólica: «Ando por un misionero. Todavía puedo andar. He de cumplir con mi deber»[11], comentó a una hermana que la encontró agotada en el jardín.

¡Y la noche de la fe! En ella vivió envuelta casi toda su vida religiosa, pero se acentuó en sus meses finales. Sobrecoge esta afirmación:

Cuando quiero que mi corazón […] descanse con el recuerdo del país luminoso por el que suspira, se redoblan mis tormentos. Me parece que las tinieblas […] me dicen burlándose de mí: «Sueñas en la luz […] en la posesión eterna del creador de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te rodean. ¡Adelante, adelante! Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada»[12].


Teresa nos propone el camino de lo pequeño: ser amables; servir a los demás; no hablar mal de la gente; aceptar las pequeñas contrariedades de cada día; cumplir con nuestros deberes familiares y profesionales… sin desanimarnos en nuestras caídas, pues creemos en el amor incondicional de Dios para con nosotros.

Abelardo de Armas nos anima a concretar este estilo de vida:

«[…] fortaleza y suavidad; firmeza y ternura; exigencia y comprensión […]. Pacientes siempre con todos y más especialmente con uno mismo; abnegados en todo tiempo y lugar, sin quejas ni murmuraciones […]. Sufrir sonriendo y alegrar al que llora en su corazón […]. Un estilo de vida que supone aspirar a la más alta santidad y realizarla bajando al detalle más pequeño. ¡Subir bajando! Arrebatar el amor de Dios por la miseria aceptada y la negligencia combatida. No cansarse nunca de estar empezando siempre»[13].

¡Una santidad así es posible!

¡Gracias, Teresa!


[1] Historia de un alma, c. 1, 10 vo.

[2] Id., c. 6, 66 vo.

[3] Carta a su hermana Paulina (n.º 36, 20.11.1887).

[4] Id.

[5] Id., c. 11, 4 vo.

[6] Proceso Apostólico, n.º 993.

[7] Historia de un alma, c. 7, 74 vo.

[8] Id., c. 8, 82 vo.

[9] Id., c. 7, 73 vo.

[10] Id., c. 10, 4 vo.

[11] Proceso Apostólico, n.º 1.115.

[12] Historia de un alma Id., 6 vo.

[13] A. de Armas, Santidad educadora, p. 138-139.

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