Recuerdo que, trabajando en el hotel de mi familia, en el año 1989, miraba con añoranza a los jóvenes que pasaban camino de Santiago de Compostela para el encuentro con el papa Juan Pablo II. Cerca de medio millón de jóvenes se juntaban en la Jornada Mundial de la Juventud, peregrinando con el vicario de Cristo. Esa vez me tocaba quedarme en tierra, trabajando de camarero.
Desde entonces he podido acudir a este acontecimiento eclesial en diversas ediciones como en París en el año 1997, Colonia 2005, Madrid 2011 y Cracovia 2016. Y ahora, Lisboa 2023. Todas en Europa, porque desde la coordinación del grupo estimamos que asistiríamos a aquellas más cercanas, las que se realizaban en nuestro continente, para que el mayor número de jóvenes pudiera venir.
El recorrido de las JMJ ha sido para mí, como para tanta gente que acompañamos a grupos de jóvenes, un auténtico recorrido por nuestra vida. Su recorrido es el de las etapas de nuestra vida. Nos hemos quedado con ganas de ir en algunas ocasiones, hemos participado como jóvenes en otras, más adelante como educadores, otras veces al cargo de un equipo de voluntarios como fue en Madrid, y quizás, más adelante, acompañando a otros educadores, cerca y a la vez un poco desde la distancia. La vida va pasando.
También las vivencias van cambiando a lo largo de estas etapas. No es lo mismo el joven que se ilusiona por poder juntarse con un millón de personas y sentir que no está solo en el mundo y que no es el único bicho raro que cree en Dios, que la experiencia del adulto para quien eso de de estar con un mogollón de personas durmiendo en el suelo no es precisamente lo que su psicología demanda.
A veces en medio de una explanada llena de gente desperezándose bajo el sol tórrido de agosto, uno se pregunta eso de «¿qué hace un chico como yo en un lugar como este?». Con los huesos doloridos por dormir en el suelo, uno tiene que encontrar motivaciones distintas a la simple vivencia de experiencias nuevas. Es verdad, ¿qué hace un adulto en este lugar? ¿qué me aporta? ¿cómo vivo yo la JMJ?
Sin duda la primera experiencia es la del servicio. Uno no va a la JMJ porque le apetezca, sino porque quiere que los jóvenes que asistan vivan esta experiencia única para su vida. Este año en el que la Virgen de la Visitación es la patrona de la JMJ, el olvido de uno mismo, el dejar lo mejor a los demás y ponernos al servicio de quienes lo necesiten, es el mejor modelo para poder vivir esta disposición del corazón.
Muy unido a esta experiencia de servicio está el deseo de acompañar a los jóvenes. Son días en los que el adulto puede estar al lado de los jóvenes y tener con ellos momentos de conversación sobre los más variados temas. La misma experiencia de esos días, especialmente el sentido de Iglesia universal, da lugar a que se pueda hablar de su vida como cristiano en las distintas facetas. Si el educador sabe estar atento, en medio de largas horas de autobús, de colas o de tiempo de espera a los actos principales, hay ocasiones para entablar ese diálogo fecundo.
Para mí también estos días están marcados por la ascesis y el vencimiento. Reconozco que sin ser algo insoportable, las incomodidades de estos días son un momento para ejercitar una vida ascética también necesaria en la vida cristiana. Dormir en el suelo, comer en plan de batalla, largos viajes en autobús, el agobio del calor… me ayuda a actualizar aquello que decía santa Teresa de Jesús de que la vida es «una mala noche en una mala posada». ¡Y me viene muy bien! Te pueden doler un poco más los huesos, pero se rejuvenece el alma.
Algo específico del adulto, al menos es como lo vivo yo, es vivir la JMJ con una mirada contemplativa, un poco como desde la distancia. No puedo evitar ver las riadas de jóvenes y pedirle al Señor que envíe obreros a su mies, que los escoja entre estos jóvenes. Y a la vez saber que también ellos a veces andan como ovejas sin pastor, porque quienes debíamos caminar a su lado, conocerlos por su nombre, simplemente no estamos haciendo ese servicio. Y le pido al Señor que me dé un corazón de padre para acompañarlos en su camino. Y así, desde la distancia, uno piensa en el reto de la Iglesia por llegar a conectar con este mundo juvenil tan distinto del nuestro y tan necesitado de la vida del evangelio.
En fin, el adulto no puede sustraerse a vivir la JMJ como una gran experiencia de Iglesia, que es lo que es principalmente. Para los jóvenes su principal vivencia es la constatación de la universalidad de la Iglesia y estrechar su vinculación al papa. Para mí es un momento de actualizar una actitud de disponibilidad y entrega. Me gusta recordar la meditación ignaciana del Rey Eternal y ponerme a disposición de Jesucristo. Conociendo mis límites y los de la propia Iglesia, más allá de sensibilidades o de grandes proyectos, humildemente me pongo delante de Cristo, en la persona del papa Francisco en esta ocasión, como antes con Benedicto XVI o con san Juan Pablo II, y le digo que estoy dispuesto a lo que sea, que mi vida solo tiene sentido para la misión.
Cuando uno vuelve de la JMJ sabe que, de alguna manera, ha redescubierto la fuente de la eterna juventud. El alma —no tanto el cuerpo— es más joven. El servicio, la mirada contemplativa, el vencimiento propio, el ideal renovado… hacen que el alma se haya sumergido de nuevo en las aguas que devuelven la vida, en la fuente que nos hace nacer de nuevo, que no son otras que las aguas del bautismo.
Entonces uno regresa a casa cargado con la mochila, aligerado del peso de la vida.