El tema de portada planteado por el flamante director de Estar para este número me da ocasión de seguir reflexionando acerca de las estrategias de evangelización de los jóvenes (y adultos) en la hora presente, tema del número anterior.
He repasado mentalmente el crecido número de agentes de evangelización (sacerdotes, consagrados, educadores, etc.), que he tenido oportunidad de ir conociendo a lo largo del tiempo y, en un amago de análisis dimensional casero, me he seguido preguntando: ¿qué tienen los evangelizadores que logran hacer llegar el Mensaje hasta los jóvenes, que no tienen los que terminan fracasando en el intento?
He conocido educadores con pocas luces; otros, sosos, de desaliñada oratoria y torpe comunicación. Y sin embargo los jóvenes buscaban su ayuda y se confiaban a su dirección. He conocido deslumbrantes organizadores, imaginativos dinamizadores, infatigables “correcaminos” que, al paso del tiempo, se sienten desterrados en su infertilidad y, desilusionados, descargando su frustración contra la perversión de los tiempos presentes. ¿Qué les distingue a unos de otros?
Sin pretender elevar mi observación a principio concluyente, creo advertir que el buen evangelizador se nos suele mostrar siempre como alguien contento de ser lo que es, de hacer lo que hace y de estar donde está. Sacerdote, laico, educador, consagrado, en sus relaciones manifiesta una plenitud de vida, un contento, una sensación de vida lograda que aun en el silencio de la doctrina, se convierte en mensaje de fondo de largo alcance.
Está contento de ser lo que es (sacerdote, consagrado, educador de jóvenes, etc.), y ello produce espontáneamente un clima a su alrededor que hace apetecible y confortable su presencia: se está a gusto en su compañía. Quizás estemos ante lo que Bandura denominaba el “autorrefuerzo vicario” por el cual se percibe en otro, con quien se siente bien, hasta qué punto puede ser gratificante o puede proporcionar plenitud la condición que testifica.
La decadencia en la acción educadora en general y evangelizadora especialmente, obsérvese que casi siempre va acompañada de una deflación en la autoestima de la propia condición del educador. Ser lo que se es se ha ido convirtiendo en una rutina que se sobrelleva, cuando no, en una vergonzante piedrecilla en el zapato que incomoda y dificulta la marcha del evangelizador. Y esto, de una manera u otra, pronto lo perciben los demás que no estarán dispuestos a acompañar un ritmo renqueante.
Por eso cuando se está contento de ser lo que se es, se suele estar contento de hacer lo que se hace y de estar donde se está.
Conviene, sin embargo, no olvidar que “contento” es un participio del verbo contener. Por lo tanto, donde no hay contento, hay vacío. No nos equivoquemos: el contento del evangelizador no puede ser una pose, una extraversión estratégica, un simple talante prosocial. ¿Qué o Quién tiene la capacidad de llenar, de dar plenitud al ser lo que se es, de hacer lo que hace, de estar donde está del evangelizador?
El papa Francisco nos lo apuntó en Evangelii gaudium: “Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien”.
Y el Abelardo sencillo, el de las manos vacías, es un testimonio de contento contagioso por ser lo que es, por hacer lo que hace, por estar donde está. Por eso los chavales hacían cola para acercarse a él. Por eso, mirándolo, algunos jóvenes encontraron el camino de su vocación.