La familia, santuario de la vida

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Quiero comenzar con un texto del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que recoge la quintaesencia de lo que el Magisterio de la Iglesia ha venido enseñando sobre estos temas:

La familia fundada en el matrimonio es verdaderamente el santuario de la vida, «el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a los que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano». La función de la familia es determinante e insustituible en la promoción y construcción de la cultura de la vida, contra la difusión de una ‘anti-civilización’ destructora, como demuestran hoy tantas tendencias y situaciones de hecho». Por este motivo, «servir el Evangelio de la vida supone que las familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajan para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan».

Tenemos que recordar continuamente estas palabras que nos hablan del Evangelio de la vida. El objetivo fundamental de la familia es el servicio a la vida. El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por naturaleza a la procreación y a la educación de los hijos. De hecho, los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen en gran medida al bien de los mismos padres.

De todas las consecuencias sociales de la anticoncepción que ha señalado el Magisterio de la Iglesia cabe destacar dos: la degradación inevitable de la moral sexual y la tendencia de los poderes públicos a invadir con medidas cada vez más drásticas y nocivas la esfera de la intimidad conyugal. Hoy, desgraciadamente, podemos hablar de una «civilización anticonceptiva» que tiende a privar a la vida de su aura de misterio y grandeza. De este modo, el amor, privado de su responsabilidad degenera en hedonismo: es un encuentro de dos egoísmos.

El rechazo a toda contracepción, así como a todo acto de naturaleza abortiva, procede del reconocimiento de un orden superior del que el hombre no es autor, pero que con su inteligencia descubre fácilmente si su voluntad no pone obstáculos. Cuando, por el abuso de la contracepción, los esposos quitan al ejercicio de la sexualidad su capacidad potencial de procrear, se atribuyen un poder que solo pertenece a Dios: el poder de decidir en última instancia sobre la vida de un ser humano.

Frente a la amenazante referencia de una «temible» explosión demográfica (en el Tercer Mundo) o al egoísta modelo familiar de nuestra confortable y consumista civilización occidental, es necesario presentar una y otra vez la verdad del Evangelio de la vida. La Iglesia anima a los hombres a observar la ley natural, independiente de las interpretaciones humanas, que enseña que todo acto matrimonial debe estar abierto a la transmisión de la vida.

Esta doctrina está fundada en el vínculo indisoluble que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por su iniciativa, entre las dos significaciones del acto conyugal: unión y procreación. El cuerpo es una parte constitutiva del hombre, que pertenece al ser de la persona, y no al tener. En el acto que expresa su amor conyugal, los esposos son llamados a hacer don de sí mismos, y de este don no pueden excluir nada de lo que constituye su ser personal. Desde esta perspectiva, la contracepción es un recurso que introduce una limitación sustancial en esta donación recíproca, y expresa un rechazo objetivo de dar el uno al otro respectivamente todo el bien de la feminidad y de la masculinidad. En una palabra, la contracepción contradice la verdad del amor conyugal.

Que no nos cansemos nunca de recordar estar verdades y de luchar por una verdadera «Civilización de la Vida».

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