(Extraído de Estrella del mar, 8-XII-1941)
Remontaos al primer instante de la existencia de vuestra Madre bendita. En ese momento inicial en que el pecado estigmatiza fatalmente a todo hijo de Adán, la sorprenderéis pura, inocente, inmaculada. Dios detiene ante Ella el torrente de iniquidad que revuelca y anega en aguas de cieno a toda criatura. Ahí tenéis a María Inmaculada. Ni un rastro de servidumbre satánica: “En el paraíso espiritual del nuevo Adán, jamás tuvo acceso el demonio”, dirá san Juan Damasceno. Ni el más mínimo contagio dé corrupción: “Es la rosa nacida en el seno de Ana, a cuyo contacto desaparece la lepra infecciosa que carcomía nuestra naturaleza” (Pedro de Argos). Ni tinieblas de culpa: pues “el sol de Justicia ha iluminado sin cesar esa esfera celestial, disipando de su alma la noche del pecado” (san Proclo). Así, puro, incontaminado, se eleva hacia el cielo ese “lirio teñido con la púrpura del Espíritu Santo”, que nos presenta la liturgia griega “creciendo en medio de las espinas de este mundo y embalsamando con su aroma el corazón de quien lo contempla”.
Este es el aspecto negativo del inefable misterio: el pecado, que saltando de generación en generación, se detiene ante María sin atreverse a tocarla, ante ese “santuario augusto de la impecabilidad, templo del Dios sacrosanto” (san Proclo). Iluminemos ahora el lado positivo: nuestra Señora, ¡llena de gracia!… Plenitud de vida divina desde el día venturoso de su concepción sin tacha. Su gracia inicial excede a la consumada de los mayores santos: Fundamenta eius in montibus sanctis, dice la liturgia repitiendo la frase del Rey Profeta. A la altura a que se detiene la santidad del mayor ante los elegidos, comienza la de María. Así, la luminosidad de un santo en el cenit de su carrera no igualará jamás a la santidad que adorna a la Virgen en la aurora de su vida. Nadie como Ella: Nec primam similem Visa est, nec habere sequentem (Antíf. Laudes Navid.). Extasiada ante esta filigrana de santidad, la Iglesia, en los maitines de la fiesta, nos invita a alabar al Dios que la forjó: “Admirable es vuestro nombre por toda la tierra, pues os habéis preparado en la Virgen una morada digna de Vos”.
Y aquí tenéis apuntada la razón teológica de este dogma tan glorioso para Ella, como consolador para nosotros. La Concepción Inmaculada, corolario anticipado de la maternidad divina de María. Una tradición de siglos, una pléyade incontable de Santos Padres y Doctores, se complace en presentarnos a la Santísima Trinidad fabricando desde la eternidad ese cuerpo virginal en cuyas entrañas purísimas se encarnaría un día feliz el Hijo de Dios. Ella es “el templo santo de Dios que el Salomón espiritual se ha construido a sí mismo, templo reluciente, no con oro y pedrería, sino con la luz del Espíritu Santo” (S. Juan Damasceno).
Una íntima alegría os debe conmover al contemplar recortarse airosa y pura hacia el cielo la silueta de vuestra Madre idolatrada. La Iglesia griega prorrumpe exultante: “Salten de júbilo montes y colinas, alégrese la tierra y el mar, dilátese en gozo la muchedumbre de los ángeles y de los hombres, pues Ana ha concebido al santuario divino del Señor”. Y la liturgia romana corea la voz jubilosa: “Tu Concepción Inmaculada fue anuncio de gozo para el universo mundo”. Aurora de redención y de vida, primer punto de un programa amoroso de inefables misericordias, la Inmaculada rompe el mosaísmo e inaugura la Alianza Nueva.
Ahí tenéis a vuestra Madre y Señora. La misma que, suspendida entre nubes, juntas las manos sobre el pecho, la mirada perdida en el cielo, nos presentaban ya los libros de Horas en los últimos años del siglo XV. Nuestro gran Murillo tendrá una intuición genial: alejar de esta Purísima tradicional todo símbolo, todo accesorio que pudiera distraer la atención de quien la mira. Así creó para el arte el tipo definitivo y perfecto de Inmaculada que el alma cristiana no se cansa de contemplar.
Hundid también vosotros en Ella la mirada filial. Tomad como modelo a la misma Madre de Dios. Recordad aquellos rasgos sublimes que la gubia de Alonso Cano esculpiera en su Inmaculada de Granada. En esa filigrana de arte, en ese prodigio de idealización en acentuado contraste con el realismo de la de Montañés; en medio de ese movimiento de pasión inigualado que nuestros artistas acertaron a imprimir a sus Purísimas, contemplad esa mirada virginal, despegada de todo lo terreno y absorta solo en la consideración de su propia grandeza… Y no retiréis vuestros ojos de la Madre amorosa hasta que sintáis fortalecida vuestra alma para la lucha por ese ideal de pureza que debe caracterizar vuestra vida. En las fiestas de la Señora, sentía el beato Fabro robustecerse su corazón contra las acometidas de las tentaciones. También se templarán vuestros espíritus para la gran lucha si sabéis acudir a Ella con confianza. Entonces experimentaréis la verdad de aquellas palabras del beato Juan de Ávila: “Os será muy verdadera Madre en todas vuestras necesidades”.