Hablar de la naturaleza, de cada cosa es referirse al modo constitutivo de ser de esa cosa, a lo que esa cosa es. Y reparar en lo evidente: que las cosas son lo que son. Y no, no es ninguna tontería decir esto.
Viene a cuento porque hoy lo más evidente está siendo cuestionado con saña. Por ejemplo, debido a la lente deformadora que ofrecen los medios de difusión, parece que no está tan claro en lo relativo al sexo y al comienzo de la vida humana, que un hombre es un hombre y que una mujer es una mujer; o que un individuo de la especie humana es una persona humana, o que sólo el matrimonio es matrimonio… Se trata de cuestiones morales, especialmente sensibles a la verdad del ser de las cosas y del ser humano. Tal vez por eso la retórica y las ideologías se esfuerzan tanto en sembrar la duda y en cambiar el significado de las palabras. Perdida la referencia de lo que las cosas son, no queda claro si determinados hechos son naturales (buenos) o antinaturales (malos). Es la dictadura del relativismo.
Para Aristóteles, «natural» no es lo espontáneo sin más, sino lo que corresponde a una cosa en orden a la perfección a la que está llamada. Por ejemplo, no es natural andar por la calle haciendo el pino, o correr los 100 metros lisos a la pata coja. Al final las articulaciones se resienten y se acaban deformando. Usar un vaso para clavar una punta no es natural, porque no está de acuerdo con la naturaleza del vaso: no se clava bien la punta y termina por romperse el vaso. Para el ser humano, que es algo más que biología, lo natural es ir vestido y no desnudo por la calle, porque el hombre es el animal racional, y vivir de forma racional (eso incluye también la voluntad y el amor, no sólo el razonamiento) es lo natural para el comportamiento.
Al conjunto de las exigencias que se derivan de la dignidad de toda persona, que exige que se la comprenda y se la trate con respeto (como a alguien, y no como algo que puede manipular o convertir en mercancía quien tenga el poder de hacerlo), se le denomina ley moral natural, norma objetiva de comportamiento.
También hablamos de «naturaleza» para referirnos al conjunto de las cosas, a la realidad y a los procesos físicos y vitales que permean y estructuran el mundo. Comprender qué es «la naturaleza» así entendida, implica reconocer que el conjunto de las cosas, incluyendo en ellas al ser humano, tiene su modo de ser propio y específico, y que alterarlo -si ello no está en el orden de su perfección propia- falsea la realidad, acaba por desorientar y hacer la existencia confusa, aberrante e inhóspita. Esto es lo que hace que la Ecología sea algo muy importante desde el punto de vista ético. Respetar y cuidar el medio ambiente, en el fondo, es cuidar la morada de los seres humanos, al hombre mismo y a los seres que comparten con nosotros la existencia.
Si además uno se pregunta «por qué» las cosas son como son, y aprecia que hay un orden que las vincula y jerarquiza, acaba planteándose si no hay «Alguien» que las ha hecho así, y se enlaza con el dato revelado de la Creación divina. Y así puede entenderse que al velar por la naturaleza creada y al cooperar con su perfeccionamiento, Dios, a través de ella, cuida de nosotros.
Ha escrito Benedicto XVI: «No se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio ambiente, si no se les ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos: el libro de la naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como a la ética personal, familiar y social. Los deberes respecto al ambiente se derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás. Es preciso salvaguardar el patrimonio humano de la sociedad. Este patrimonio de valores tiene su origen y está inscrito en la ley moral natural, que fundamenta el respeto de la persona humana y de la creación».