Por P. Rafael Delgado Escolar, Cruzado de Santa María
El aprecio por la vida contemplativa y, en particular, por el Carmelo en la obra del venerable P. Tomás Morales nace, como no puede ser de otra manera, del carisma del fundador, de quien afirma el decreto sobre sus virtudes: «Además de la espiritualidad ignaciana, el siervo de Dios apreciaba mucho la carmelitana de santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz y santa Teresa del Niño Jesús, cuyo camino de infancia espiritual siguió» (8-11-2017). Así, el P. Morales nos ha dado como adalides y protectores, para imitarles y para experimentar su poderosa intercesión, a san Ignacio de Loyola y a san Francisco Javier, pero también a las dos Teresas, la de Ávila y la de Lisieux.
Podemos preguntarnos si hay algún modo concreto para vivir esta vinculación y sí, incluso diario, pues en la vida espiritual cotidiana el P. Morales nos invita a consagrarnos cada mañana al Corazón de Jesús por el Inmaculado de Santa María, con el fin de alcanzar las gracias necesarias para santificarnos en cada jornada que Dios nos regala. Esta consagración, hecha con amor a Dios y deseo de llevarle a las almas, ha de realizarse en comunión con el Cuerpo místico que es la Iglesia y de manera muy especial con las almas contemplativas y el Carmelo, en las que descubrimos «la poderosa retaguardia orante sin la cual no avanza la Cruzada militante» (P. Morales). Las siguientes palabras del P. Morales, dirigidas a los Cruzados de Santa María, expresan una convicción muy firme en la importancia de la vida contemplativa y una fe muy viva en el poder de la oración:
«La íntima unión con las órdenes contemplativas, en especial con el Carmelo, asegurará a la Cruzada las gracias de santificación y conquista, sin las cuales no puede subsistir. Al encomendarle diariamente al Señor esas almas, el cruzado comprende su papel prodigioso en la Iglesia, multiplicando la vida divina que él ha de repartir en sus hermanos […] La Cruzada, tronco ignaciano y savia carmelitana, proyecta dentro del mundo el amor que alimentan en su corazón las almas contemplativas, lanza a las almas la vida divina que ellas acumulan».
Si recurrimos a nuestras dos adalides, Teresa de Jesús y Teresa de Lisieux, podemos comprobar en ellas cómo el amor a la Iglesia y a la salvación de las almas las lleva a sumergirse en la oración configurándose con Jesús en una vida de entrega y sacrificio. «Estáse ardiendo el mundo», exclamaba Teresa de Jesús al ver los problemas de su tiempo: «la pérdida de tantas almas», «la Iglesia por los suelos»… Su reacción es vivir con toda la perfección posible los consejos evangélicos y orar intensamente por los que en el mundo defienden los intereses de Cristo: «Toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que estos fuesen buenos…, y que todas ocupadas en oración por los que son defendedores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos» (Camino de perfección 1, 2).
La pequeña Teresa es fiel espejo de la santa madre: consciente del poder de la oración, a la que compara con «una reina que en todo momento tiene acceso libre al rey y que puede alcanzar todo lo que pide», concibe así su vocación en el corazón de la Iglesia:
«¡Qué hermosa es la vocación que tiene por fin conservar la sal destinada a las almas! Y esta es la vocación del Carmelo, pues el único fin de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios es ser cada una de nosotras apóstoles de apóstoles, rezando por los sacerdotes mientras ellos evangelizan a las almas con su palabra, y sobre todo con su ejemplo…» (Historia de un alma, ms. A, 55).
Y a su hermana Celina le escribirá, en una clave muy parecida: «El apostolado de la oración ¿no es por así decirlo más elevado que el de la palabra? Nuestra misión como carmelitas, es la de formar trabajadores evangélicos que salven millares de almas, cuyas madres seremos nosotras…».
A la luz de estos testimonios queda muy clara la misión imprescindible de las almas contemplativas en la Iglesia: «fecundar secretamente la historia con la alabanza y la intercesión continua» (Juan Pablo II, Vita consecrata 6). Pero debemos preguntarnos cómo influye esto en nuestra vida de apostolado, cómo la comunión con estas almas consagradas a la oración alienta nuestro testimonio de vida y de palabra entre los hombres. El P. Morales nos ha dicho que nuestra misión es proyectar en el mundo el amor que estas almas alimentan, repartir la vida divina que acumulan con su entrega. Es decir, somos cauces que llevan la vida de Dios a los valles y desiertos de este mundo alejado de él: «Multitud de gotas de un río son los bautizados si silenciosamente van fecundando la familia, el barrio o la profesión. Fertilizan así corazones alejados de Dios y despiertan en ellos ansia de eternidad» (Tomás Morales, Hora de los laicos).
Ante la dificultad que sentimos en esta misión, nos vemos fortalecidos con la confianza en la gracia que suscita el sabernos respaldados por «la poderosa retaguardia orante» de las almas contemplativas. No son nuestras técnicas apostólicas, ni nuestras palabras, las que convierten los corazones, sino la acción del Espíritu Santo que abre desde dentro las puertas del corazón al anuncio del evangelio. Una manera concreta de expresar esta fe en la eficacia de la oración, como el P. Morales y Abelardo nos enseñaron, es escribir o llamar a los monasterios de vida contemplativa para pedir oraciones cuando se convocan ejercicios espirituales o se acomete un acontecimiento extraordinario como la Vigilia de la Inmaculada o la Campaña de la Visitación con sus múltiples actividades para ganar el verano para Cristo.
Demos gracias a Dios por las almas contemplativas que sostienen a la Iglesia militante, impidiendo que caigamos en el desaliento, pues ellas son como escribió y vivió santa Clara de Asís, «sostenedoras de los miembros más débiles del Cuerpo Místico de Cristo».