Por Emilio Borja
Hace poco escuché que los niños que ahora crecen y son educados lejos de las pantallas, gracias al esfuerzo valiente de sus padres por evitar su atontamiento temprano, a menudo son confundidos con niños con altas capacidades (o superdotados, en castizo castellano). Estos niños que han vivido cándidamente en el baluarte del amor familiar, protegidos de las malicias y artificios del mundo que son accesibles desde estas pantallas, son identificados rápidamente por profesores y amigos como niños con capacidades superiores a la media. Sin embargo, cuando los padres llevan al niño al profesional de turno para confirmar este diagnóstico, este les revela sencillamente que su hijo no tiene ni más ni menos capacidades que un niño normal, de lo que se deduce que son el resto de sus compañeros los que están alelados.
Esta realidad que padres y profesores ven con tanta claridad no es sino el resultado de la exposición al mundo. Pérdida de curiosidad, de imaginación y atención y dificultad para la reflexión y el desarrollo de un criterio propio son irremediablemente algunos de sus fatídicos síntomas. Y tanto tú como yo, querido lector, padecemos este mal. Si no somos capaces de percibirlo es porque al compararnos con amigos y conocidos no podemos llegar a otra conclusión que no sea la de «soy una persona normal». Normal, claro está, para lo que yo conozco y considero habitual. Basta con hacer una visita a un carmelo para darse cuenta de que, de normal, nada; estamos alelados perdidos.
Un convento de carmelitas es un oasis en medio del mundo. Las religiosas que lo habitan, siempre afanosas, viven protegidas por una doble reja de los bullicios insustanciales que fuera se desarrollan. Es en el momento en el que las conocemos y nos enfrentamos a la sonrisa candorosa de alguna de ellas cuando, fruto de la confianza que nos inspira, solemos llevar la conversación por los siguientes derroteros: «¿No se aburren ahí dentro, hermanas?», «Ay, ¿pero que hace una mujer tan guapa, tan inteligente y tan santa como usted ahí dentro? ¡Con el bien que nos haría aquí afuera!», «¿Y no salen nunca de ahí? ¿Nunca, nunca, nunca?», y un sinfín de preguntas adicionales cargadas de asombro que no hacen sino revelar la incomprensión de la persona de a pie por este estilo de vida.
Cuando uno aterriza en el Carmelo por primera vez, se encuentra con una realidad para la que no está preparado. Y es que la carmelita vive en el mundo como el niño que no ha tocado nunca un móvil, sin distracciones y centrada en lo más importante: el amor a Dios y la salvación de las almas. Porque la carmelita no tiene interés en el resultado del último partido de fútbol, el cotilleo indiscreto del barrio o las andanzas del primo de la vecina del hijo de la Loli. La carmelita aparta todas las mundanidades y va directa al grano, a lo que importa. A saco Paco.
Un servidor, que se confiesa hermano de carmelita descalza, se atreve a comparar la conversación afectuosa con su hermana con la más inquisidora de las confesiones. El estado de salud, el éxito laboral o financiero son temas importantes tratados con fugacidad. Aquí lo que importa es la santidad, que para eso estamos en el mundo. Directores, presidentes y ejecutivos pueden bajarse los humos antes de entrar en el locutorio de un carmelo que, si no, ya lo harán las hermanas (con cariñosísima severidad). Para deleite y carcajada del lector, transcribiré (entre líneas) cómo se desarrolla habitualmente una conversación entre mi hermana, carmelita, y un servidor:
—¿En el trabajo y en casa todo bien?
—Estupendamente, sin novedad en el frente.
—¿Y hace cuanto que no te confiesas?
Sin preámbulos ni anestesia. Estas monjas apuntan sólo al corazón.
El Carmelo y el mundo no están separados únicamente por una doble reja, sino por una disposición voluntaria. Me explico. Nosotros leemos Mateo 16,26, «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si a cambio pierde su alma?», y nos lo tomamos como una lección de humildad. Las carmelitas se lo toman como una llamada a la acción. Nosotros entendemos que debemos dejar de poner nuestras esperanzas y vanidades en el mundo; ellas entienden que, si hace falta abandonar el mundo para salvar el alma, se abandona. La entrega de una carmelita es una entrega de amor al que es Amor con mayúscula (y es una entrega incondicional). De la misma forma que el niño sano vive en una entrega y dependencia incondicional y afectuosa con sus padres, la carmelita se entrega a Dios. Nosotros, habitantes del mundo, vivimos distraídos por sus reclamos como el niño absorto con la televisión, ajenos o inconscientes de los mimos o necesidades de nuestros padres.
Todos estamos llamados a la santidad, pero cada uno es llamado en un sitio distinto. El que es padre, es llamado a santificarse en su familia y con su familia; el sacerdote, en su ministerio y la religiosa en el suyo. Los dos primeros en el mundo, las últimas, en el convento. Los dos primeros se enfrentan al embate incesante del mundo y las últimas construyen y refuerzan el bastión en el que hacerle frente. Las almas contemplativas, los religiosos y su oración son el aliento del cristiano. Si en pleno siglo XXI, con la que nos está cayendo, aún levantamos la mirada hacia el cielo y aspiramos a ese ideal de santidad es gracias a estas almas, dedicadas incesantemente a rezar por todos y cada uno de nosotros, más pecadores o menos pecadores.
Así, el que visita un convento del Carmelo lo hace irremediablemente con el corazón embutido en sus responsabilidades laborales, sus aspiraciones deportivas, sus desengaños amorosos o sus inquietudes personales; en fin, con el corazón mirando hacia fuera. En el momento en el que se cruzan las miradas desde cada lado de la reja del locutorio, eso empieza a cambiar. Tanto en tu caso como en el mío, desde el otro lado de la reja encontrarás la mirada de una hermana afectuosa, preocupada por ti, interesada por ti. Una hermana que quiere ayudarte a llegar a Dios, que se ha encerrado detrás de esa reja para garantizarte que, estés donde estés, sin importar los derroteros por los que lleves tu vida, más perdido o más seguro de tu camino, habrá un alma que infaliblemente va a rezar por ti todos y cada uno de sus días.