Uno de los capítulos que más extraña, cuando uno se adentra en el estilo educativo del venerable padre Morales, es tropezarse con la intención de que el campamento debía servir para hacer que los jóvenes que asistiesen a él fuesen «más españoles», además de más hombres y más cristianos.
Uno tiende fácilmente a quitarse de en medio el tema con la explicación de que es una cuestión que corresponde a un tiempo concreto, a la situación sociológica de la España de los años cincuenta y sesenta. Algo hay de eso, claro, pero quizás convenga profundizar un poco más en el tema y pensar en qué quería el padre Morales proponer con ese planteamiento y qué actualidad tiene hoy en día.
Estamos en una cultura que tiende a desenraizar a las personas, algo que se nota muy especialmente en los jóvenes. Muchas son las razones culturales y sociológicas que nos llevan a ello: es el fruto del tiempo de la globalización que difumina contornos culturales, del presentismo que nos marca el ritmo vital, de la fascinación por la tecnología que nos hace volver la mirada solo a un futuro aparentemente lleno de posibilidades… Convendría pararse y pensar en ello. El caso es que vivimos en una cultura que nos lleva a la falsa impresión, aspiración de todas las revoluciones, de que hoy comienza la historia, y que, de alguna manera, hemos de romper con nuestras raíces para ser verdaderamente nosotros mismos.
Pero todo educador sabe lo importante que son las raíces, y cómo el ser humano, en su doble dimensión espacio-temporal, necesita encontrar su espacio y lugar, su historia y su tierra, su aquí y ahora, para poder encontrarse a sí mismo. El amor a la tierra de nuestros padres, etimológicamente la patria, se convierte así, en un eje no solo para la convivencia social, sino para el propio desarrollo de la persona.
Educar en ese amor a nuestra tierra y a nuestras gentes, es entonces una de las dimensiones de la educación que, quizás hoy por su carencia, fruto de falsos complejos, se hace más necesaria que nunca.
El campamento, y en general las distintas actividades de la Milicia de Santa María, también hoy tienen en cuenta esta dimensión y la cultivan.
¿Por dónde empezar? Quizás por lo más sencillo, por poner en contacto y estrechar lazos de amistad entre jóvenes de distintos lugares de España, facilitando su comprensión e integración. Recuerdo el tiempo en que viví en el País Vasco y a los distintos jóvenes que invité al campamento, casi todos ellos alumnos míos. Había que explicar algo tan sencillo como la presencia de una bandera española en el centro, entre las tiendas de campaña. Tiempos, por otra parte, difíciles, con el terrorismo en auge, y muy en concreto el año del asesinato de Miguel Ángel Blanco. En medio de aquella tensión del ambiente, integrar en la convivencia estrecha de una tienda de campaña a jóvenes tan distintos, era todo un reto que asumíamos los educadores sabiendo de su urgente necesidad.
¿Por dónde seguir? Por hacer que cada uno de ellos muestre sus propias raíces, su lengua, su folclore a los demás como algo que enriquece a todos. En medio de las graníticas montañas del Sistema Central, aquellos muchachos nos cantaban sus canciones en euskera, sabiendo que esa lengua milenaria es una riqueza para toda España. Y este mismo verano, ha sido emocionante ver cómo jóvenes de distintos lugares de nuestra geografía, aprendían canciones tradicionales para presentar a España en una fiesta española ofrecida a los habitantes de New Radnor, un pueblecito galés, en el campamento que hemos realizado en esas tierras. ¡Hemos tenido que ir hasta el Reino Unido para que nuestros jóvenes se aprendiesen sus propias canciones!
¿Y qué más se puede hacer para educar en este amor a la tierra de nuestros padres? Muy a mano está el poder visitar juntos los distintos lugares de nuestro país, para gozar de su riqueza en paisajes, arte, gente… Covadonga en Asturias, Santiago de Compostela en Galicia, Sagrada Familia en Barcelona, Burgos y su catedral, Bilbao y el museo Guggenheim, Zamora y el románico, Sevilla y sus callejuelas blanquísimas… han sido algunos de los destinos de convivencias y de proyectos como The City que han llevado a los militantes a conocer todos los rincones de España.
¿Algo más? Pues sí, adentrarse en la cultura, conocer la historia, amar la lengua. Y reflexionar sobre nuestra actividad como ciudadanos activos, miembros de esta sociedad en la que vivimos. Recuerdo el diálogo entre las callejas de Toledo, tomando un café con un grupo de adolescentes, debatiendo en la antigua capital imperial sobre las raíces de España y sobre lo que nosotros podemos aportar a la España del siglo XXI. Se les veía con la pasión propia de su edad, queriendo comprometerse con la Iglesia, pero también, preocupados y deseosos de ayudar a construir nuestra sociedad.
Sí, en nuestra España del año 2018 sigue vigente plenamente el deseo del padre Morales de educar a los jóvenes en el amor a sus raíces, como él decía, para ser «más españoles». Seguramente de una forma distinta a como él la vivió en los años cincuenta y sesenta, pero quizás de una forma más urgente.
Nuestra sociedad, España, necesita que las generaciones jóvenes aprendan a amar sus raíces en su gran riqueza y diversidad, mirando a la vez al futuro y a su historia. Si sus educadores les aportamos ese amor y conocimiento, les estaremos dando el suelo firme donde asentarse, las raíces que sostengan el árbol que ha de ser su vida.