Decir que el P. Morales tenía una gran admiración por el cardenal Newman es algo que se deduce de las citas, pocas pero importantes, que hizo de él en sus obras.
El P. Morales escribió sus obras como un animador y dinamizador de los laicos. A esto dedicó gran parte de su vida: era su vocación dentro de la vocación. Desde esta perspectiva es desde la que admiraba a Newman. Uno y otro han sido «profetas» de su tiempo, con lo que entraña de denuncia y de incomprensión.
Adelantados a su tiempo, Newman en el siglo XIX y el P. Morales en el XX, vieron que el futuro del cristianismo pasaba por un laicado formado y consciente de su protagonismo evangelizador.
Casi al inicio de la primera parte del libro Hora de los laicos, en una arenga contra el clericalismo y la clericalización de la Iglesia, que encarna esa denuncia profética que mencionaba antes, el P. Morales habla de Newman como promotor del laicado, y precisamente por eso criticado y perseguido. El texto es duro pero muy significativo:
«Un cardenal inglés cuenta que un recién convertido, la víspera de bautizarse, preguntó al sacerdote cuál es el papel del laico en la iglesia. Le respondió: «La posición del seglar en nuestra Iglesia es doble: ponerse de rodillas ante el altar, es la primera; sentarse frente al púlpito, es la segunda». El cardenal añade con ligera ironía: «Se le olvidó añadir una tercera: meter la mano en el portamonedas».
No nos extrañe. Somos tributarios de una tradición de siglos. Dom Gueranger decía muy convencido: «La masa del pueblo cristiano es esencialmente gobernada y radicalmente incapaz de ejercer ninguna autoridad espiritualni directamente ni por delegación». Monseñor Talbot, que se ocupaba de asuntos ingleses en Roma, en carta del 25 de abril de 1867, acusaba a Newman, promotor del laicado, de minar los fundamentos de la Iglesia.
Estos testimonios del siglo XIX embalsan aguas de siglos anteriores. Análogos testimonios se encuentran en pasadas centurias. Una Iglesia en que los seglares sean sólo beneficiarios de la acción jerárquica y no fermento vivo unido al sacerdote en el trabajo por la difusión del Evangelio, se parecería a un cuerpo vivo bloqueado por miembros atrofiados. Acabaría descomponiéndose y muriendo».
Tremenda conclusión del P. Morales. No podemos olvidarlo, nos va la vida en ellos; ni dejar que otros lo olviden, aunque a veces nuestra acción no sea totalmente comprendida. Seguir dinamizando el laicado es la misión que hemos heredado por medio de los artículos de esta revista. Esta es la gran convicción que el P. Morales no se cansó de predicar, como lo hizo también Newman y muchos otros como él. Termino con este otro texto del mismo libro:
«El seglar posee, como bautizado, el dinamismo de la fe que le exige iluminar todas las realidades profanas. Como laico comprometido con los afanes del mundo, cumple un deber que sólo él puede llenar: cristianar sus estructuras. Asilo han comprendido algunos sacerdotes y laicos aun antes del Concilio. En pleno siglo XIX mantuvieron viva la iniciativa del laicado entre incomprensiones y dificultades ingentes. Gracias a ellos no ha faltado nunca en la Iglesia el empeño por la promoción del laicado.
Muy en alto mantuvieron, con valentía, desplegada la bandera del laicado obispos, sacerdotes y seglares en el siglo XIX. Ozanam, Montalambert, O’Connel, Goerres, Alberto de Mun, Toniolo, P. Vailly, Newman, Ketteler, Parisis, Montals, Vicente Pallotti, Timon David, etc., podrían, entre otros muchos, encabezar la lista.»
Ojalá que esta lista de precursores en la movilización de los laicos sea completada con otros muchos que hemos seguido sus huellas en el siglo XX y XXI. Será nuestro gran servicio a la Iglesia.