Uno de los retratos más sugestivos y enigmáticos es la «muchacha con turbante», llamada así por el sencillo tocado azul y el pañuelo amarillo con los que adorna su hermosa cabeza y oculta candorosamente su cabello. Lo pintó J. Vermeer en 1665 y es conocido también por «Joven con perla». Vamos a olvidarnos de la novela de Tracy Chevalier y de la película de Webber. No limitemos nuestra mirada.
Sin duda es llamativo el punto de luz que adorna su oreja. La perla se convierte en referente de blancura desde el que cada zona luminosa pierde su nitidez, el cuello blanco de la blusa, por ejemplo. Me emociona su mirada. Se ha relacionado con la Gioconda, supongo que por el misterio que suscitan sus ojos, aunque ni el candor ni la esperanzada mirada tenuemente melancólica de los de la holandesa, tengan que ver con el escepticismo y el estar de vuelta de todo de la italiana.
La joven de la perla va hacia delante. Sabe a dónde va. Gira la cabeza y muestra su cara como si alguien le hubiera llamado. Delante estamos nosotros. Podemos preguntarle cualquier cosa. Sus ojos, su mirada y el delicado gesto de los labios entreabiertos, dispuestos a hablar, nos contestarán.
Yo le dije: «Sé que tenéis prisa. Ahora, en mis días, se está poniendo en duda en qué consiste ser mujer. Al verla a usted tan delicadamente femenina, me encantaría conocer su juicio sobre este tema.» Ella detuvo su paso y aún giró su cuerpo para mirarme de frente. En un tono no exento de ironía me respondió: «Supongo que conoces a la poetisa española Ángela Figuera Aymerich, casi de tu tiempo. Hago mías las palabras de su poema Ser mujer» Me miró con simpatía y continuó sus pasos. Como voces del alma, oí que recitaba:
Ser mujer, ser mujer:
con el alma y la carne ser mujer.
Ser la luz, ser la flor,
ser la risa y la miel;
ser mujer: ser amor.
Tener en el regazo cuna blanda y serena
tener el corazón como un niño risueño,
para el niño con sueño,
para el hombre con pena.
Tener brazos flexibles como cuellos de aves,
brazos tibios y suaves,
para guiar los pasos primeros del infante,
para ceñirse al cuello del amante.
Tener manos que sepan halagar dulcemente
el cabello y la frente,
y arropar sus amores si la noche está fría;
manos firmes que aparten las espinas hirientes;
manos leves que curen las heridas dolientes
y partan cuidadosas el pan de cada día.
Tener labios humildes y mansos para el ruego;
abiertos a la risa, abiertos al perdón;
tener labios de fuego para el beso de fuego;
labios siempre dispuestos a sembrar su canción.
Tener claras miradas de ensueños ideales
para mirar las aves, las estrellas, las rosas;
para todos los yerros, para todos los males,
tener miradas suaves y misericordiosas.
Tener hondas y abiertas entrañas materiales
para todos los seres, para todas las cosas.
Ser mujer:
ser la madre que engendra y la hermana que escucha;
ser la novia que besa, ser el premio en la lucha,
ser mujer…
Ser la fuente de vida para el labio del niño,
para el labio del hombre
ser placer.
Ser la paz; ser remanso;
ser alivio y descanso;
ser impulso en el vuelo,
y en la rauda caída,
consuelo.
Ser mujer, ser mujer:
amargada o florida,
quiero siempre en la vida
ser amor: ser mujer.